Se despertó y me miró
con una sonrisa triste. Yo ya le había visto antes, hojeando una revista en una
tienda del aeropuerto. Me fijé en él porque me llamó la atención lo mucho que
me recordaba a un tipo de personaje tantas veces visto en esas películas que
tratan sobre la pesadilla de los que se quedan en la cuneta del sueño
americano. Su aspecto me resultaba tan irreal y a la vez tan familiar como el
de un personaje de cómic: silla de ruedas, cinta negra con flores blancas en la
cabeza, coleta, perilla, brazos tatuados, camisa hawaiana...todos los
ingredientes para ser un veterano de Vietnam. Me pareció estar sentada al lado del
protagonista de "El retorno" con veinte años más,
y que yo era la reencarnación en vida de Jane Fonda, claro. Por eso,
cuando, en un momento de la larga conversación que mantuvimos, me dijo que
había ido de soldado a la guerra de
Vietnam, me dio un vuelco el corazón.
Estábamos sentados en
la primera fila del avión que me llevaba desde Orlando de vuelta a Nueva York,
en mi primer viaje en solitario por los
Estados Unidos. Él en el lado de la ventanilla, yo en medio y a mi
derecha una mujer que nada más despegar se tomó una pastilla y se quedó dormida. Cuando llegué a mi
asiento, él estaba dormitando. Estuve leyendo durante una media hora una novela
ambientada en la Cuba de los años cincuenta.
Se despertó. Me miró con su sonrisa triste y me preguntó si
era capaz de leer en español. Yo le dije que era española. El reaccionó añadiendo un destello a sus ojos
melancólicos y me dijo: Yo soy puertorriqueño –con un extraño acento rescatado su primera infancia en Nueva
York, cuando creía que todo el mundo hablaba en español y que su abuela era su
madre, según me contó después.
Esa fue la única frase que me dijo en español. Después regresó al inglés. Tras unos momentos de
tanteo tímido sobre temas de fogueo: presentaciones, motivo del viaje y
ligero interés por la geografía
española, empezó a explicarme cosas sobre su vida. Al principio como abriendo pequeñas
brechas en el cemento, yo ayudando con mis preguntas simples y seguramente mal
construidas. Poco a poco las historias fluían engarzadas unas con otras, y al
cabo de un rato su discurso era como una gran masa de agua rompiendo las
compuertas de una presa. Yo estaba asombrada de que le pudiera entender y de que
pudiese estar pasándome eso a mí al final de mi viaje, cuando las experiencias y situaciones vividas
sobrepasaban ya con mucho mis expectativas. Sólo de vez en cuando paraba y me
pedía disculpas por hablar tanto, pero –me decía– es que llevo más de un
año sin mantener una conversación con
nadie, solamente dando órdenes a los operarios que reparan mi casa en Florida
de los destrozos del último huracán. Y yo le decía Go on, que no me importaba,
al contrario, que me conmovía mucho lo
que me contaba.
El discurso fluía y en mi cabeza se agolpaban imágenes del viaje, de películas americanas, de mi infancia, de mis hijos…Pensamientos que
se dispersaban como los insectos cuando se levanta una piedra, tropezando entre
si para dejar paso a esa nueva historia que lo inundaba todo. Cuando él me
contaba que al volver de la guerra apenas podía hablar en inglés porque se pasó
dos años hablando por señas y emborrachándose, yo recordé a mi hija pequeña
absorbiendo la sensación de que nunca le pasaría nada malo, mientras yo la arropaba en la cama. Me explicó que mientras
estás en la guerra no puedes pensar en nada, ni en la familia, ni en los
amigos, solo puedes moverte como un autómata y respirar, tratando de no
ahogarte, el aire enrarecido del desasosiego que inunda tus pulmones y tu
vida. Me dijo que cuando volvió estaba
medio loco, que no podía comunicarle a nadie lo que había vivido, solo podía
beber y drogarse para soportarlo. Ellos esperaban ser recibidos como héroes, y
la gente los trató como apestados. Ningún reconocimiento, ninguna compasión.
Eran una vergüenza nacional y la gente
se lo hacía saber. No entendían la
expresión de su cara, la gente creía que estaban enfadados, y estaban zombies. Solamente se
sentía comprendido cuando se encontraba
con otro como él. Aunque no lo conociera,
si se cruzaba con otro veterano, se reconocían entre si y corría una energía especial en sus
miradas que era una caricia en medio del infierno que vivían. Me dijo que él
fue a la guerra convencido, no como otros que desertaron. Y lo peor: que
volvería a ir para defender la seguridad de su país.
( fotografía de Hugh Van Es 1969)
Entonces me vino a la cabeza ,caída a
plomo, la imagen de los policías que nos
miraban paternales desde las fotografías que inundaban las paredes del metro de
Nueva York , advirtiendo de que cualquier información sobre objetos o personas
extrañas podían ser vitales para la seguridad de todos. If
you see something, say something. Remain alert and have a safe day. A
safe day, no a nice day, ni a happy day. Si te esfuerzas y
vigilas desde por la mañana, tienes un día seguro. Si te esfuerzas por tu país
tienes una vida segura. No una vida feliz, ni siquiera una vida satisfactoria, sino
una vida segura. Pero primero tienes que superar el shock de volver del
infierno. Primero tienes que asumir que solo has sido una herramienta para la
supuesta seguridad de los otros. Primero tienes que drogarte hasta perder el
sentido y caer en tu casa con tan mala suerte que te desgarres la pierna con una astilla, y que la herida se infecte y
la infección ya te haya paralizado medio cuerpo para cuando te vengan a
rescatar, veinticuatro horas después. Y que tengas que convivir con una bonita silla de ruedas el resto de tus días. Para que cuando ya te has recuperado, te has pasado
años en un hospital para quitarte de todas tus adicciones, te has casado, y te
has construido una casita, venga un huracán y destroce todo lo que tienes. Remain alert and have a safe day. Cómo
podría haberse esforzado tanto como para evitar el huracán, me preguntaba yo. Porque él me contaba todo esto sin
rabia, con la mansedumbre de los que ya lo han perdido todo y simplemente
disfrutan con un rato de conversación en un avión.
Nos despedimos, me dijo que estaba contento de tener una amiga española. Me prometió que si alguna vez volvía a tener un ordenador me escribiría. Me dio un beso. Sentí su fuerte aliento en mi cara, y me fui.
Nos despedimos, me dijo que estaba contento de tener una amiga española. Me prometió que si alguna vez volvía a tener un ordenador me escribiría. Me dio un beso. Sentí su fuerte aliento en mi cara, y me fui.
Este relato fue publicado en la nave de los locos el 8 de agosto del 2012
http://nalocos.blogspot.com.es/2012/08/los-restos-del-vietnam-por-paz.html
Muy bueno. Un bello viaje de retorno el tuyo...
ResponderEliminarUn abrazo.
Regresé transformada, te lo aseguro. Todavía me acuerdo de él a veces, se llamaba Víctor Santiago.Un abrazo de vuelta para ti, María.
ResponderEliminarMuy interesante esta historia, que por lo que veo es real. La hemos visto muchas veces en el cine, pero sentirla en el asiento de al lado debe impactar.
ResponderEliminarSi, Ximens , me pasó tal cual. No me lo podía creer. Y todavía me contó más cosas terribles, que no las he relatado para que no parezca inverosimil. Besos y recuerdos post-santanderinos.
ResponderEliminarSiento lástima por aquellos que dan su vida para proteger a los demás, para que después sean abucheados en su propio país, es irónico. Una historia muy interesante y muy buen relato!
ResponderEliminar¡Gracias, muchas gracias Johnny! Me encanta que te vayas pasando.
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