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lunes, 21 de abril de 2014

Irse con el circo



Si en su momento lo hubiera hecho, ahora tendría ideas deslumbrantes. Ideas que ascenderían plateadas hacia el cielo, estallarían y luego se desvanecerían crepitando con luz trémula. Sabría tocar la armónica y no temería a las fieras. No llevaría lentes de miope. Mis músculos me sostendrían con decisión.
 Si me hubiera atrevido, ahora no me dolerían-como a los amputados les duele su miembro fantasma- todos los paisajes y las mujeres que jamás conoceré. Mis oídos sabrían de la música de otros idiomas y mis manos hubieran hecho cosas útiles como colgar cuerdas, remendar carpas de lona o domesticar a un tigre desdentado. Mis recuerdos serían un amplio repertorio de aromas, olores y hedores, billetes de ida y vuelta para viajar al pasado a voluntad.
Me parecería normal que la madera pudiera pintarse de verde manzana o del color de los lirios. Cocinaría manjares contundentes y especiados,  y después de comerlos sabría seducir con historias sobre prodigios y abalorios a la luz de la hoguera. Por supuesto, conservaría mi abundante cabellera. Las heridas, las ruinas y los monstruos no serían motivo de preocupación. Sería imposible mantenerse sereno, por otro lado, ante algunas palabras difíciles y peligrosas: oficina, parking subterráneo, intelectual o hipoteca.
Sé que a estas alturas de mi vida debería resignarme a que mis opiniones siempre suenen algo desvaídas, mis manos huelan a lejía y lo más cercano a un bosque sean los geranios de mi balcón. A que mi mujer - siempre tan aseada y tan igual a si misma- me prepare judías con patatas para cenar todas las noches y a que los domingos por la tarde la radio vomite el partido de fútbol en la cocina.
No hay dolor más lacerante que la nostalgia por las ocasiones perdidas. Nunca me perdonaré no haberme subido en una de las caravanas de ese circo mugriento y magnético que  iluminó por unos días mi ciudad cuando era adolescente.
Pero no se adelanten a compadecerse de este hombre triste y previsible. No se precipiten, porque la vida me ha dado una segunda oportunidad. Y yo la estoy aprovechando.
Con la paciencia de un druida cada tarde me deslizo hacia el sótano y retomo la heroica misión de construir un Universo.  Piezas de lego y del mecano, chapas de cerveza, canutillos del papel higiénico, canicas, retales y cartones… todo sirve a mi propósito. Los operarios de playmóvil trabajan a destajo. Los animales de plástico, las luces cubiertas con celofán y el papel de embalar pintado con colores de cera tejen un escenario cada vez más aproximado. Una réplica casi exacta.
Entre semana bailo, toco el organillo, ensayo coreografías de muecas, festivales de palabras inventadas, y a veces consigo que de mi boca salga una llama azul.
Y cada sábado por la tarde, cuando llega mi público, tiemblo de emoción. Luces fosforescentes iluminan el triple salto mortal. Tras los redobles derramo en el escenario un desfile de elefantes indios, mujeres de otra galaxia, sombreros de copa, dinastías de mandarines, mascarones de proa, tiovivos y caracolas… que hace las delicias de este auditorio tan entrañable. Una colada de lava que derrite las vigas, reblandece las murallas, excava ríos subterráneos y sale de la ciudad. Es el Circo,  que tantos años  llevaba recorriendo mis entrañas y por fin se manifiesta sin pudor ni contención, igual que la ovación entusiasta que recibo cada sábado de mi nieto mayor. 


Para Guillermo Mayr , flamante abuelo, para que vaya planificando su Circo particular.

La fotografía es de Oriol Jolonch, con su permiso.



"A PETiT PiERRE le gustaba decir que nació "sin terminar". Medio ciego, casi sordo y mudo, no aprendió jamás a leer ni a escribir. A la edad de siete años lo retiran de la escuela para confiarle el “oficio de los inocentes”: pastor. 
En los campos, Petit Pierre observa la naturaleza, los animales, los hombres que trabajan. La invasión de las máquinas en la vida del hombre le deja perplejo y pasa sus días analizando el movimiento de los aparatos con los que se topa. Solitario y fascinado por la velocidad a la que cambia el mundo, pasa casi cuarenta años creando este carrusel, un juego giratorio, una máquina poética de belleza singular, de tal complejidad mecánica que ni los ingenieros logran explicarla y que aún hoy sigue girando con ensordecedor chirrido de hierros".

2 comentarios:

  1. ¡Qué bien! Me identifico bastante. A los 55 años decidí empezar a escribir. Nietos no tengo por ahora, pero seguro que leerán los relatos del abuelo.

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  2. Bien Ximens, tú ya tienes el circo en acción, y con muchos espectadores. Cuando llegue un nieto va a ser espectacular. Sigue , sigue con los números.¡ Abrazote!

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