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martes, 1 de abril de 2014

Mi familia y otros animales


                                                                Ilustración de Vladimir Fedotko

De niña, mi madre tuvo un cachorrito -Teddy- que se metía en el bolsillo de la bata mientras practicaba sus lecciones de piano. Cuando creció (aunque siempre fue pequeño de tamaño) la tata Dora le preparaba tortillas y café, y las niñas lo bajaban a pasear. Murió con 16 años, gordo y feliz como cualquier perro de apartamento.
También tuvo un gallo que se llamaba Federico. Mientras fue un pollito amarillo y suave como una madeja de lana, mi madre y sus hermanas lo paseaban por el pasillo metido en un cochecito de muñecas, tapado y con el embozo de la sábana doblado. Lo entraban en sus dormitorios jugando a que eran mamás que se hacían visitas con un bebé. Cuando el pollito se convirtió en un gallo enérgico y rutilante fue relegado a la galería que daba al patio interior del edificio. Desde allí cumplía con su obligación y cada madrugada despertaba a todos los vecinos en cuanto vislumbraba el primer rayo de luz. Un día se precipitó desde el tercer piso y el portero lo subió, con su larguísimo cuello desmayado, para que se le diera un entierro digno.
En la familia de mi padre la relación con los animales era de muy distinta naturaleza. Ninguno tenía nombre. Los perros que tenían en la finca trabajaban -cazando- y se les daba las sobras y los despojos, si los había. A los niños no se les ocurría encariñarse con los conejitos o los pollitos, que eran percibidos como futuros guisados de domingo. Mi abuela paterna despellejaba animales con habilidad proverbial. Cuando mi madre fue, desde la gran ciudad, al pueblo para conocer a sus futuros suegros, le dieron una vuelta por la granja. Quedó prendada de un corderito que acababa de destetar su madre.¿Le gusta?-le dijo el capataz. Esa misma tarde lo mataron en su honor y se lo prepararon para la cena, para espanto de la cándida novia.
Nunca he podido comprender cómo se pudieron llevar bien mis padres procediendo de tan distintas maneras de entender el mundo.
        

Yo no sé a quién habré salido, pero algunas noches, contemplando las estrellas, me asalta algo semejante a la melancolía al pensar que el fantasma de la perrita Laika -la que enviaron los rusos al espacio- sigue orbitando incansable sobre nuestras cabezas, y desde allí nos observa con decepcionada tristeza.






3 comentarios:

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  2. Yo diría que has salido a tu madre, Paz. Humanizar a los animales es un despropósito, pero parece la única forma de que empaticemos con ellos. Me ha gustado mucho.

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    1. Hay un libro de Jenny Diski que se llama "What I don't know about animals" que me encantó cuando lo leí y que explica muy bien esa mezcla de fascinación y de pragmatismo que usamos al relacionarnos con el resto de los animales.Yo siempre quería tener un perrito de pequeña,ahora tengo dos perrazos y estoy feliz pero sigo dándole vueltas al asunto. Un abrazo, Araceli.

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