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lunes, 31 de agosto de 2015

Sin manos

Ilustración obtenida del blog Esta noche te cuento 


El día en que le quitaron las dos ruedecitas a la bicicleta azul, Carlos sonrió de una forma extraña a sus papás, que le animaban a circular “solito” por el patio mientras le impulsaban -apoyando disimuladamente sus manos en el sillín- y se miraban complacidos. Pero su emoción fue excesiva. Un repentino viento del norte y la ligera pendiente del tiempo, propicia al despegue o al skateboard, hicieron el resto.

Desde que perdieron de vista la silueta de su hijo adolescente, pedaleando allá arriba contra un fondo de nubes de color violeta, no hacen más que preguntarse -leyendo y releyendo las páginas del manual de autoayuda para padres primerizos- en qué puñetera instrucción lo habían perdido. 


Con este texto he participado en el certamen Esta noche te cuento en la edición cuyo tema eran las bicicletas.

jueves, 20 de agosto de 2015

Rapa nui ( y IV )

Asomarse a la caldera de un volcán es siempre impactante. Una herida que un día se abrió en la piel del planeta, un enorme absceso de pus que supuró gases hediondos y un plasma ardiente e infecto que ahora se muestra coagulado en una costra de obsidiana, basalto o andesita. Cuando el excursionista se asoma a esa rendija, a través de la cual se adivinan las entrañas de la tierra, tiene que estar preparado para sentir un inesperado mareo al observar el desnivel, un asombro de dimensiones geológicas al pensar en el rugido de energía que lo produjo, o una reverencia ensimismada ante un abismo de tiempo que no cabe en la cabeza. Hasta aquí todo normal, los saludables vértigos que proporciona la naturaleza si le das pie a que te deslumbre y te reduzca a tu justa dimensión. Pero si resulta que el fondo de la caldera aloja algo parecido a un jardín de nenúfares, todo el mundo comprenderá que la viajera que esto escribe tuviera un ligero vahído y a continuación se pusiera a tomar fotografías como una posesa. 





Rano Kau es una inmensa caldera que contiene un mundo en su interior. Las isletas de plantas hacen las veces de continentes rodeados de un océano que refleja las nubes de arriba y a la vez se mimetiza con el auténtico océano de afuera en un juego de espejos fascinante. Como un enorme cuenco, una vasija oxidadaque guarda y protege a las delicadas plantas que contiene: especies endémicas que no podrían sobrevivir sin las condiciones que este invernadero les proporciona. Los colores de la tierra mezclados con los colores de la vida (una mata de buganvilla tapiza una zona de las paredes interiores, y todala gama de verdes imaginables pespuntea un paisaje ocre y violeta) en una simbiosis perfecta. Me hace reflexionar sobre la presunta modestia de los humedales, la poca importancia que se les concede a nivel mundial y su crucial papel para preservar la biodiversidad. Ojalá sigan cuidando de este bellísimo jardín botánico silvestre y profundo.
Antes de subir al volcán nos hemos parado en un cementerio tan luminoso que daban ganas de morirse, y en una cueva marina en cuyas paredes los antiguos pobladores pintaban peces en lugar de gacelas. No sé si se puede aplicar en este contexto, pero el color esmeralda de las olas y los colores pastel de las pinturas rupestres empiezan a producir en mi algo parecido al síndrome de Stendhal. Tanta belleza no puede ser buena para el correcto funcionamiento de la razón.





En el extremo de la costa que contiene el  volcán se encuentra la aldea ceremonial de Orongo, un conjunto muy bien conservado de 53 casas de piedra donde a partir del siglo XVI, cuando la construcción de moais había agotado ya los recursos y solamente anidaban aves marinas en los tres islotes bajo el acantilado, cada primavera se celebraban cultos a la fertilidad y el ritual del hombre pájaro. Mientras en Italia Leonardo da Vinci intenta construir un armazón con forma de alas para que el hombre pueda por fin volar, en Rapa Nui el primer hombre pájaro regresa nadando desde el tercer islote con un huevo de alcatraz ligado a su cabeza.  A partir de ese momento todos en la isla se someterán a su clan, y él intentará gobernar un territorio agotado  y  esquivo.



Curiosamente, los pájaros me persiguen en mi paseo por Orongo. La  versión rapanui de un gorrión insiste en que le fotografíe, y a continuación una rapaz ensaya una coreografía aérea con su pareja en un espectáculo en exclusiva. Como si quisieran recordarme que las aves han vuelto a conquistar la isla y te las puedes encontrar por dondequiera que vayas. Lo mismo que otros animales: caballos, gallinas, cerdos… y sobre todo perros, los verdaderos habitantes de Pascua.
Mi limitado y occidental concepto de lo que es un animal de compañía sufre un vuelco tremendo tras observar a los perros chilenos. En Santiago de Chile los perros ocupan toda la ciudad. Manadas que viven en parques, parterres y calles. Perros grandes y pequeños,  mestizos y de raza, que buscan en las basuras, que se huelen y luego se separan, o que descansan enrollados como ovillos lanudos en cualquier rincón. Perros que cruzan enormes avenidas y sorprendentemente casi nunca son atropellados (aunque nada más llegar a la ciudad vi los cadáveres de dos que no habían alcanzado el otro lado de la calle). Una garra de congoja me agarró por el cuello desde que vi el primero de ellos, aunque por lo general los perros no se veían famélicos e incluso algunos llevaban abrigos que supuestamente les había puesto alguna organización de voluntarios concienciados por el tema. Pregunté varias veces sobre este asunto y las respuestas fueron variopintas y no demasiado tranquilizadoras: que la gente los compra de pequeños y luego los suelta porque no los puede atender, que se están empezando a hacer campañas de esterilización, que a san Pedro de Atacama le llaman San perro de Atacama…y un señor me dijo, mirándome con sorna, que como ese país siempre ha estado en crisis en algunos momentos tener a disposición palomas y perros en las calles ha salvado la vida a más de uno. Cuando llegué a Pascua nos recibió en el aeropuerto un cruce de pastor alemán que luego vi varias veces más por la isla. Los perros en Pascua no dan ninguna lástima. Viven en una especie de manada que cubre toda la isla (los encontramos en todas partes: el día de lluvia había uno en la cantera de los pukaos, empapado pero haciendo guardia en la entrada, en la playa vimos unos cuantos y en la caldera de RanoKaomerodeaban a los turistas), corren , se saludan , se reconocen, se esperan para olerse mutuamente y son amigables aunque reservados con los humanos. Anita nos contó que todos son de todos, aunque cada uno se encarga de alimentar de manera más exclusiva a unos cuantos. Ella tenía uno que acudía a comer a su casa y luego desaparecía. A veces se quedaba unos días, otras veces pasaban un tiempo sin acudir.  Me dio la sensación de que esa era la relación correcta e ideal de los perros con los humanos, una relación parecida a la que existiera en los orígenes de la domesticación: carroñeros que comen nuestras sobras y nos hacen compañía mientras viven en un grupo mixto de humanos y canes. No me puedo imaginar nada más ridículo en esta parte del mundo que llevar a los perros a pasear atados con una correa. Los caballos, las gallinas y los cerdos tienen la misma libertad de movimiento y deambulan alrededor de las casas que nunca están valladas y de los espacios abiertos que las circundan. Tuve la suerte de contemplar un encuentro de perros y caballos con fondo de moais.



Lo que no pude ver fue el interior de alguna de esas casas livianas y coloridas típicas de Hanga Roa, pero me reservo el derecho a conjeturar con mi imaginación cómo debe de ser vivir allí dentro. La sensación que me queda es que nada en esta isla es lujoso pero que debe ser un auténtico lujo vivir una experiencia tan cercana a la naturaleza y a una vida humilde pero completa: aquí desde bien temprano los jóvenes saben construir casas, montar a caballo, nadar, pescar y cocinar el pescado blanco (como el que comimos el último día en un destartalado bar del puerto) con salsa de mango y patatas dulces. Ahora no quiero ensuciar esta impresión pensando en los inconvenientes del aislamiento que les hace depender de la llegada de muchos productos en avión. Me quedo con la imagen del nativo que vendía productos artesanales frente a un altar de moais, que tenía el pelo recogido en unas rastas que semejaban las raíces de un árbol y que nos contó que el moai más valioso, el que tenía toda la espalda grabada con delicados dibujos, no estaba en la isla sino en el Museo Británico. Me quedo con su sonrisa y con las cuatro palabras que nos enseñó en su idioma, que por desgracia inmediatamente olvidamos.










lunes, 17 de agosto de 2015

Rapa nui ( III)

Con la imagen de los imponentes moais aún en la retina, nos dirigimos a la costa norte. Necesitamos diluir la contundente solidez geológica de las estatuas en la visión de una inacabable extensión de agua. En el camino paramos a visitar el mayor grupo monumental de toda la isla (Tongariki), situado de espaldas a un gigantesco acantilado. Moais que consiguieron emerger totalmente del basalto y llegar hasta este altar, cabezas de diferentes tamaños que continúan en un cuerpo proporcional y que, como si se tratara de un ejército de peones de una partida de ajedrez mítica, miran al frente dispuestos a avanzar implacables sobre nuestra fragilidad y nuestro vacío. Necesitaremos mucho océano para desteñir esta imagen tan sobrecogedora.



          Llegamos a la playa de Anakema (la única playa practicable como tal en la isla, el resto de la costa es abrupta y poco acogedora) mientras intentamos localizar la playa anterior, la de Ovahe, que según la guía tiene la arena de un especial color rosado procedente de la meteorización de la escoria volcánica.
Aparte de una playa paradisiaca, en Anakema nos aguardan otras sorpresas:  una plantación de palmeras procedentes de Tahití, otro altar de moais, tres lugareñas que salen de darse un baño a pesar de la lluvia, y un grupo de fantasmas que resultan ser turistas con chubasqueros blancos. Dos pequeños volúmenes de arena van a parar a unos frasquitos que, a partir de septiembre, formarán parte del material de geología de mi instituto juntamente con unos magníficos fragmentos de obsidiana que encontraré al día siguiente durante una excursión por la otra esquina de la isla.




 En esta misma playa desembarcaron los antecesores de toda la población rapanui. Esto le da un carácter mágico e inaugural al horizonte. Pero probablemente también permitió la entrada a las fragatas holandesa que, el día 5 de abril de 1722 “descubrieron” esta isla, la bautizaron con el nombre de isla de Pascua y rompieron el aislamiento milenario de sus habitantes, abriendo una brecha para que hicieran sus incursiones posteriormente James Cook, el conde de La Pérouse, piratas, corsarios ( que no son sino piratas respaldados por un gobierno) y la compañía de ferrocarriles de Perú que se llevó a gran parte de la población para usarlos como esclavos. Para cuando en 1888 Chile se anexionó la isla, el sistema social estaba destruido, no había nadie capaz de leer las tablillas parlantes Rongo Rongo, y los pocos nativos que quedaban malvivían cercados por alambradas en la actual Hanga Roa, en terribles condiciones de aislamiento y maltrato. No me extraña que los descendientes de aquellos pocos supervivientes posean esa dignidad y esa mirada fiera e indomable que también he observado en los africanos,  y no  quieran dejar en manos de gobierno chileno la gestión de su patrimonio. 
Una playa tropical no siempre es un lugar idílico para bañarse y evadirse de la estresante vida occidental. Esta playa es mucho más. Un baño en estas aguas es una inmersión en lo más oscuro de la historia de la humanidad. Me quedé con las ganas de parecerme a esas tres mujeres que acababan de bañarse en Anakema y no mostraban ningún miedo a entrar en contacto con toda esa energía. Pero no me atreví a desnudarme y a entrar en el agua. Continué con el anorak puesto y tomando fotos con mi cámara, como una cobarde que cree saberlo casi todo.( Continuará) 


lunes, 10 de agosto de 2015

Rapa nui ( II)

Rano Raraku , la cantera de los moais 
Empecemos por la teoría, ya tendrá tiempo la experiencia de darle un buen revolcón hasta el punto de que nada de lo leído parezca tener la más mínima relación con lo vivido a posteriori. Según Jared Diamond, la isla de Pascua es uno de los mejores escenarios para ejemplificar un desastre ecológico a gran escala, un colapso de la naturaleza producido casi exclusivamente por el hombre. De hecho, se puede explicar como una metáfora de lo que le puede acabar pasando (de lo que ya le está pasando) a nuestro planeta si seguimos ejerciendo una presión depredadora sobre los recursos naturales. Un frondosa isla tropical (es cierto que, de entrada, más frágil que otras de la Polinesia) esquilmada por la tala de árboles, que a su vez produjo la extinción de los pájaros que anidaban en ellos y la imposibilidad de pescar por la falta de madera para construir canoas. La erosión del suelo, que ya no era retenido por las raíces de los árboles, mermó las posibilidades de seguir cultivando y la isla se convirtió en un desierto. Y todo por culpa de la construcción de Moais, que requerían de troncos de fornidos árboles para ser trasladados y de cuerdas obtenidas de las palmeras para tirar de ellos.
Con esta premisa en mente, nos dirigimos a la cantera Rano Raraku, en la que se esculpían los moais directamente sobre el basalto para, a continuación, ser trasladados a los diferentes lugares de la isla. Antes hemos pasado por otra cantera (Puna Pao) donde daban forma a los pukaos o sombreros que lucen algunas estatuas, modelados sobre escoria roja. Sigue siendo válida la metáfora global: diferentes recursos obtenidos de diferentes lugares, viajando a lo largo del territorio con enorme gasto de energía. 
Cantera de Puna Pao, con los pukaos al fondo.

La impresión que me produce la visita a Rano Raraku es imborrable. Ya de lejos, el despliegue de colores que muestra el volcán produce un efecto hipnótico. A esta viajera le entran ganas de invitar a todos los diseñadores de tejidos del planeta para que imiten de una puñetera vez a la naturaleza en sus estampados y se dejen de combinaciones y motivos cutres. Las tonalidades de verdes, ocres, violetas, magentas y otros colores aun por catalogar que despliega el paisaje brillan esmaltadas bajo el efecto de la lluvia. Si añadimos el hecho de que ese día nadie más se ha atrevido a recorrer estos caminos enfangados, todo el mundo me comprenderá si digo algo tan manido como que por un momento me sentí una ( o media) con el universo. Pero lo mejor estaba por llegar. Por muchas imágenes que se hayan visto, nadie está preparado para encontrase -surgiendo de la roca en diferentes fases embrionarias- con unas caras gigantescas que te miran como si lo supieran todo. Cuerpos que son caras, caras que son almas, o mejor dicho ancestros. Pero nada de bisabuelos reumáticos y quejicas. Ancestros de los auténticos. Una estirpe de antepasados polinesios capaces de subirse a una canoa y recorrer cinco mil kilómetros tratando de averiguar si hay tierra firme a base de interrogar a las nubes, a las algas y al vuelo de las aves. 



Los moais son individuos diferentes, cada uno con su personalidad y sus rasgos peculiares. Todos tienen grandes narices y sobre todo enormes orejas, pero cada uno te mira desde el espíritu del antepasado que representa. Y no te dejan indiferente esas miradas. A las inútiles preguntas sobre cómo consiguieron esculpirlos, levantarlos y transportarlos sin más máquinas que la musculatura de los habitantes de la isla, no vale la pena buscar respuesta. Es mejor observar este taller de escultura al aire libre con una mirada asombrada y contemplativa. Hay que mirarlos de uno en uno con reverencia, y también mirar el conjunto desde arriba. Produce la extraña sensación de que el lugar fue abandonado de repente, las herramientas por el suelo, los moais a medio hacer, algunos yaciendo aun en las entrañas de la roca, mitad estatua mitad volcán, otros volcados o inclinados por falta de tiempo para acabar de enderezarlos. Como un ejército en estampida. Todo sugiere que alguna historia terrible se esconde tras la disposición de los elementos de la cantera. Y solo cabe el silencio o el aleteo aterido de la imaginación.




              Pero me atrevo a afirmar que nada tiene que ver con el misterio, ni con el esoterismo. O no más que la contemplación de una catedral o de unos restos romanos. En absoluto. Es otra cosa. Una manera tan humana como exótica de realizar tareas tan comunes como producir arte, expresarse, rendir culto a los antepasados, competir entre clanes y relacionarse con el medio. Nada nuevo. Sólo que ellos no tuvieron ninguna posibilidad de contraste o de intercambio. Vivieron aislados del contacto con otros pueblos desde que llegaron las canoas procedentes de alguna otra isla de la Polinesia hasta que en 1722 llegó el primer navío europeo. Mil años en un aislamiento irrespirable. Mil años de introversión da para mucho: para desmontar un volcán y convertirlo en ancestros orejudos, para brillar como un imperio y a continuación caer en una angustiosa decadencia por haber depredado el propio entorno. A su llegada, los barcos europeos (holandeses, españoles, ingleses…, en un macabro desfile de invasiones) se encontraron con una población hambrienta y desesperada. Inmediatamente se aplicaron a contribuir a esa decadencia con inventos tan “civilizados” como las enfermedades víricas, el esclavismo y la colonización.
                     Aunque en la actualidad se pueden ver algunas plantaciones de palmeras procedentes de Tahití, manchas de eucaliptos o de otras plantaciones experimentales, y plataneras u otros árboles tropicales en Hanga Roa, la aldea que ejerce de capital (y que es la única zona habitada), la isla continua siendo un erial. No me extraña que se vengue de los humanos con sus temporales  implacables como el que estamos sufriendo, o mejor dicho disfrutando, en esta visita contra viento y marea por un paisaje invernal fresco y estimulante. Próxima parada: la playa. ( to be continued…) 





domingo, 9 de agosto de 2015

Rapa nui (I)

Lejos (París). Más lejos (Santiago de Chile). Lo más lejos (Isla de Pascua). Tres gigantescas zancadas geográficas y aterrizamos en Rapa Nui, el lugar más remoto de la tierra.
En el aeropuerto nos espera Anita, una de las trabajadoras del lugar donde nos vamos a alojar. Nos recibe con unos collares de flores naturales y con una pick up que nos llevará al establecimiento –que en nada se parece a un hotel tradicional- y, tras una bienvenida en forma de  licuado de manzana y maracuyá, a nuestra cabaña. El letrero de madera que cuelga de la puerta con un peculiar nombre grabado (Rito Mata) nos introduce en esa lengua extraña y contundente que sobrevive en todos los carteles de la isla. En ese momento aún no lo sabemos, pero esta “habitación-cabaña” orientada a la costa volcánica se convertirá en una barca a la deriva -a merced del temporal de lluvia y viento- esa misma noche. Así aprenderemos la primera de las lecciones: en esta isla la naturaleza no se muestra en absoluto complaciente con los turistas remilgados, y jamás se expresa con medias tintas. Empezamos a notarlo cuando leemos que el camino que lleva a nuestro alojamiento es una vía de evacuación de tsunamis, y más tarde cuando la tormenta hace saltar la electricidad a las nueve de la noche. Nos aguardan once horas de jet lag a oscuras y con orquesta de viento huracanado de fondo. Nunca me he sentido más solidaria con los náufragos y con los piratas. En mi duermevela he de recordarme varias veces a mí misma que estoy en tierra firme. En los peores momentos imagino que es la propia isla la que flota sin rumbo en medio de un océano inabarcable. Ya tendremos tiempo de constatar, en los días sucesivos, que una de las características más fascinantes de esta diminuta isla situada en el ombligo del Pacífico es que se comporta con una omnipresente “rotundidad” y que no muestra ninguna contemplación con ese insignificante parásito llamado “hombre”.



          Cuando digo diminuta estoy hablando de un triángulo de 15 km de lado. Cuando digo remota me refiero a que estuvimos volando durante 5 horas sin que bajo el avión hubiera nada más que agua. Cuando hablo de rotundidad nombro una sensación que ya había experimentado antes en otras islas: un contacto constante con la geología más arisca, con el yodo de la atmósfera y con el hipnótico no-acabar-de-llegar-nunca del agua que acecha por todas partes. Un someterse y resignarse a los caprichos de la meteorología y a los ritmos naturales que señorean la vida en la isla. Sentí lo mismo cuando viví en Tenerife o cuando visité Lanzarote. Pero aquí parece como si la Naturaleza permaneciera en otro tiempo más antiguo, de la misma manera que la Historia de esta isla se entretuvo en el Neolítico en la misma época en que en  Italia florecía el Renacimiento.
Para no ser menos, yo también llevo cierto desfase. En mis lecturas. Mientras estuve en Santiago de Chile leía sobre la Isla de Pascua; cuando llego a la cabaña me derrumbo en la cama y me pongo a leer sobre la vida de Borges con el fin de  ambientarme para nuestra próxima etapa bonaerense. Un pasito por delante del momento. Como si hubiera sido bendecida con una porción del don de la ubicuidad y pudiera vivir dos viajes simultáneamente, aunque en diferentes fases: uno en fase de lectura, otro en el momento de la vivencia. Y ahora mismo, mientras escribo, cierro el ciclo mágico: leer-vivir-escribir, que triplica el viaje en el tiempo y lo hace más profundo.
Cuando sitúo el Neolítico en el siglo XV estoy hablando de la construcción de los Moais, por supuesto. Y de todas las incógnitas que estas estatuas sugieren a la imaginación y a la ciencia.
A la mañana siguiente del “naufragio en tierra firme” sigue lloviendo. El pronóstico: temporal para todo el día. Al principio, mientras tomamos un desayuno con mermeladas y jugos naturales de sabores impensables (mango, papaya o guayaba), dudamos un poco. Después miramos el paisaje agreste que nos rodea, respiramos esa atmósfera licuada, nos miramos  y-sin apenas decir nada- decidimos alquilar un coche. Si amenaza con jarrear, nosotros amenazaremos con salir. Nos proponemos nada menos que recorrer el perímetro permitido de la isla, con visita a todos los moais y playas posibles. Sabemos, por las lecturas previas, que las estatuas están repartidas a lo largo de toda la costa, y que tienen sus narizotas y las cuencas de sus ojos mirando hacia el interior de la isla en una actitud de protección en la que confiamos ciegamente. ( Continuará...) 

miércoles, 5 de agosto de 2015

Miss U


Mi sobrino Elías tiene 18 años. Y un talento enorme para contar historias...a través de imágenes. No me puedo resistir a compartir este vídeo con el que obtuvo el premio de final de curso en su instituto de Inglaterra. Vale la pena verlo y disfrutarlo.