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sábado, 31 de diciembre de 2016

Siamesas


    N y M vivieron irremediablemente unidas. Dos en una. A la vez idénticas y complementarias. Hemisferio izquierdo y hemisferio derecho. Cara y cruz.  De una misma mente. La misma moneda.

    La personalidad de N tenía la consistencia de una esfera de cristal: densa, frágil, real. M, en cambio, empezó siendo una pompa de jabón iridiscente y vacía. Una existencia cóncava y otra convexa, que con el tiempo se ensamblaron como el molde a su figura. La melancolía de N alternaba con la alegría burbujeante de M. La inocencia de N con el cinismo de M. Aunque un mismo temblor de pájaro recién caído del nido se percibía en ambas.

      A veces, cuando N caminaba por la calle con alguien que la conocía como tal, le decía a su acompañante: “Ahora me transformaré en M”.
     Norma Jean se quitaba el pañuelo de la cabeza, liberando una melena llena de olas. Algo parecido a la sacudida de un perro al secarse recorría todo su cuerpo. Hacía un gesto leve, como si quisiera adelantarse para atravesar una frontera invisible, mientras su mirada se encendía con reflejos violetas.      

      El celofán se rasgaba, y entonces aparecía Marilyn. 

     Su presencia atraía a todas las miradas con la fuerza de un sol que se extingue. Un sumidero de energía que con el tiempo acabaría consumiendo a las dos, emitiendo -con la deflagración- la luz de dos supernovas unidas. 

 

    






jueves, 29 de diciembre de 2016

Diario de una despedida ( III )

4 de junio de 2013

Cómo disfruta comiendo. Me dice que últimamente come demasiado bien y que para no sentirse tan privilegiada invitaría a algún pobre a comer a su casa. Si no fuera porque se ha enterado de que algunos falsos operarios del gas entran en las casas y roban. Yo le digo que ni se le ocurra invitar a un pobre, que ahora con la crisis hay demasiados, que todos querrían entrar, no cabrían en la casa y al final ella se quedaría sin sus espinacas.
Mi padre me dice que está mucho más contenta y activa desde que he llegado yo. 
Al ducharse se ha caído en la bañera. Se ha deslizado suavemente hacia el suelo cóncavo y liso. Mi padre y yo le hemos ayudado a levantarse. El pañal se ha empapado. Luego se ha quedado un buen rato sentada con ropa interior y el albornoz abierto.
Me ha vuelto a pedir que miremos la tele porque igual sale lo del premio extraordinario de Carlos. Y que llame yo a sus hermanas para explicárselo, porque si no se creen que ella es una presumida y que se inventa lo que explica de sus nietos. “Pues si yo no he hecho nada para que sean así”, les dice. Ellas les contestan que es normal, que sus nietos son como ella: “pluscuamperfectos”.

Además de una energía inacabable que la hacía un objeto universal de admiración, mi madre se había ganado a pulso, entre sus hermanas y entre sus amigas, el adjetivo de “pluscuamperfecta”. Y ese título había que revalidarlo día a día. Focalizó toda su eficacia y su creatividad en su nuevo entorno: el hogar. Ninguna de nosotras era capaz de seguirle el ritmo cuando trajinaba por la casa. Dimos fe de su capacidad de trabajo la primera navidad que estuvimos sin ella. Nos repartimos el menú de la comida de navidad -tan elaborado y a la vez tan digestivo- entre las tres hermanas, y aun así no lo conseguimos hacer ni la mitad de bien de lo que ella lo hacía, aparte de terminar agotadas. Entonces nos dimos cuenta de sus muchas  virtudes (hacerlo y no quejarse, entre ellas), un poco tarde. Eso sí , le encantaba que alabáramos el producto de su trabajo. 
Una mujer con semejante potencia -siempre vaticinábamos- por fuerza se iba a tomar muy mal  la inevitable pérdida de facultades de la vejez. Pero de nuevo nos sorprendió: supo aceptar su rápida decadencia con la mayor dignidad, siempre-quien tuvo retuvo- con una lucidez  y un sentido del humor fuera de lo común. No ha sido fácil para mí ser una persona eficiente en cuestiones prácticas con semejante  precedente. Ella no nos enseñaba, no nos pedía ayuda, ya lo hacía ella. Nos decía: vosotras estudiad. Y de esta manera tuve el tiempo y la tranquilidad que necesitan los ratones de biblioteca para leer mucho desde pequeñita, para transitar toda mi infancia y adolescencia con una nube de fantasías sobrevolando mi cabeza mientras ella se encargaba de la intendencia y de construir un entorno confortable. No sé si a mis hermanas les benefició de la misma manera. Mientras estuvimos en casa se sintió útil, completa. Tenía a sus hijas, a su marido que trabajaba mucho para que no nos faltase de nada, a su amiga íntima con la que cosía y charlaba. Todo tenía sentido. Pero en el tercer tercio de vida, cuando las tres nos fuimos a estudiar fuera y poco después nos casamos, sospecho que de repente todo se ralentizó y se estancó de alguna manera lenta pero irreversible para una mujer con tanta capacidad de sentirse viva y útil. Su amiga se trasladó a  otra ciudad, mi padre no quería viajar a Zaragoza tanto como a ella le hubiera gustado, y nunca  consiguió adaptarse del todo a la sociedad provinciana de su ciudad de adopción. Todo esto son intuiciones mías a posteriori.  Ella  disimulaba muy bien cuando íbamos a verla, nunca cargó sobre nosotras sus decepciones conscientemente. Aunque al final había un poso de amargura en su actitud que se pudo deber a este motivo. La sospecha de esa frustración me entristece y me hace pensar.Pero quizas tiene razón Joyce Carol Oates cuando se mete en la piel de Marilyn para decir: " La muerte no existe, y sin embargo los muertos siguen muertos. Pensar en ellos era perjudicial. Seguro que no desean nuestra compasión, se dijo Norma Jeane"



viernes, 16 de diciembre de 2016

Diario de una despedida ( II )

                                                                                "Cada foto contiene a quien aparece en ella de la misma manera que el apellido contiene para siempre a aquel a quien se le da. Tia Elsie siempre es tía Elsie. Papá siempre es papá, aun cuando ya sea abuelo. Y mamá es mamá incluso cuando era niña" 
                                   John Berger  Para entender la fotografía 


2 de junio 2013
 Hemos pasado dos horas de la mañana haciendo una funda de edredón. He forzado un poco la situación para que estuviera activa y también, de forma egoísta,  para tener algo confeccionado por las dos. Me ha recordado lo importante que ha sido la costura para ella. Cuánto la relajaba por la noche, mientras nosotras dormíamos, coser. He aprendido a hilvanar y me ha enseñado a hacer ojales. Cuando éramos pequeñas nos hacía vestidos complicadísimos y llenos de puntillas, fruncidos  y bordados, que deducía viendo los originales de las tienda. Tres cada vez, uno para cada una de sus hijas. Se pasaba los dos meses de verano con su amiga Celia confeccionando los uniformes y los abrigos del colegio para el curso siguiente. He disfrutado mucho haciendo algo manual con ella, aunque me he dado cuenta de que intentaba cortar los ojales en dirección contraria.
 Nunca me interesó la costura. Nunca  se forzó a enseñarme. Tampoco a mis hermanas. Nosotras teníamos que estudiar, jugar, hacer deporte…ella nos cubría las espaldas en la gestión de lo necesario, en las cosas “fáciles”. A ver si este verano consigo aprender a coser a máquina, sería como si pudiera apropiarme de algo suyo, como si a fuerza de disciplina en el último momento pudiera aprender algo tan natural en ella como construir un hogar o solucionar un montón de cuestiones prácticas  con solo “discurrir” un poco.
Me ha enseñado algo que tenía guardado: un producto que servía para remediar los errores de puntadas o cortes mal hechos. Una botellita antigua de color amarillo chillón con letras anacrónicas que rezaba: Tejemagic. Me ha dicho que eran unos polvitos que “cosían sin hilos”, sólo pasando la plancha por encima. Lo compró cuando nosotras éramos pequeñas, en el Corte Inglés. Lo hemos usado para convertir en cicatrices los ojales fallidos.
También me habla de la importancia de los tocadiscos en su juventud. Me cuenta que iban a casa de una amiga de “guateque”  los fines de semana. Su amiga era gordita y se ponía los vestidos encima nada más sacarlos de la lavadora: los planchaba encima de su cuerpo y se los estiraba. Decía que tenía que advertir a los chicos de que tenía los muslos gruesos, para que no se llevasen después una sorpresa. 






Las  fotografías son la mejor manera de regresar a lo que ya no está, una forma engañosa pero eficaz de recuperar el pasado. Las más impactantes, para mí, son aquellas que recuperan un tiempo en el que yo no existía, las fotografías anteriores a 1962.  Tengo debilidad por los documentos en sepia  que nos muestran el pasado. Así que una de las maneras de volver a ver a mi madre tras su muerte, en especial a la joven que fue antes de ser mi madre, ha sido sentarme a contemplar sus fotografías de aquella época.  Una caja con la que se presentó mi padre en una de mis primeras visitas, que contenía sobre todo imágenes de su  vida anterior a la boda. Mirándolas puedo observar  su evolución, su recorrido vital: desde la niña que hace pucheros hasta la rubia despampanante en la que se convirtió. Por lo que veo, cuando yo nací se tiño el pelo de oscuro, me pregunto si  a modo de  ritual de paso hacia una nueva fase que descartaba todo lo que significaba ser rubia en los años de Marilyn. Pero antes está la otra, la que no reconozco, la que no conocí. Con muchas más fotografías. Posando en  los viajes que hacía con sus amigas a París o a la playa, en los paseos con sus hermanas en actitud indolente, asomando tras un banco del parque con el grupo de amigos, escribiendo en la mesa de lo que parece un camping, fumando, flirteando con mucha clase  en medio de un montón de señores.






Esas imágenes me producen una desolación que no acabo de saber a qué obedece. Una profunda  sensación de culpa. ¿Por qué motivo? ¿Quizás por el hecho de que había dejado de ser rubia, de viajar, de trabajar y de  salir con sus amigos por haberse casado y haberme tenido a mí?  Y me vuelvo a preguntar quién era mi madre antes de serlo. Se casó con 32 años, muy mayor para su época. Antes tuvo tiempo de vivir, de trabajar, de estudiar idiomas y piano -aprendizajes que nunca más usó ni demostró- y de tener un montón de pretendientes. Algo de eso me había explicado cuando yo intentaba indagar en su vida. 




Pero el descubrimiento más impactante, por la imposibilidad de recuperar una versión en primera persona, han sido las postales. En la caja, mezcladas con las fotografías de esa época, hay una serie de postales en blanco y negro de diferentes ciudades de Europa. Dirigidas a Ma chère petite Carmina- el nombre, otro indicio de quién era antes de ser Carmen- escritas a veces en español y otras en francés, y firmadas indistintamente por Joaquim, “Je”, o  “Monsieur”. Le escribe frases tan  conmovedoras como: Tengo una cosa para ti que te hará gracia, o  Je regretais beaucoup ton absence, ¿me das noticias tuyas?… Ella me había contado que-entre otros- su profesor de francés estaba prendado de ella y la pretendía, como decían entonces. Yo conocí a Monsieur  Botton, lo recuerdo en una visita que nos hizo cuando yo era pequeña al chalet donde veraneábamos, y creo recordar una ligera incomodidad en la actitud de mi madre. Una de las postales, del año 52,  la escriben  tres personas: mi madre,  Monsieur y una de las amigas viajeras. Es una foto de Notre Dame de París, y la destinataria es su hermana Paz. Probablemente fue uno de los viajes que hizo con su amiga María Pilar.
En el texto que escribe mi madre, le dice a su hermana, con la misma letra fluida con la que después escribiría las listas de la compra:   ”Estamos los tres, en el café Le Paris, en los Champs Elysées, y están pasando negros , indios…y hemos tomado Coca Cola  ¡Qué ilusión , qué ideal, ¿qué laca usas?!”  
Otra postal posterior a ésta, desde Chartes, que le escribió él:
Je dois partir pour Genève en repassant par Paris,  qui me semble bien triste depuis ton départ. Je m‘imagine que tu vas tous les jours à la piscine pour te bronzer au soleil .A Chartres il n’hi ha pas d’existentialistes mais tu vois quelle superbe cathédrale, une des plus belles du monde !  A Paris on m’ha fait des compliments de toi mais je savais déjà que tu étais fine et élégant, que tu  avais de jolis yeux et que tu étais intelligente.Ca n’ha donc été qu’une confirmation de mon opinion. Aussi j’avais au moins la consolation qu’on dirait à Paris que j’ai bon gout et que ma sœur t’ha trouvée distinguée. Quand je pense que je ne te revoirai probablement plus…vraiment je n’ai pas de chance. Je te rapporterai quelque chose de Suisse. Ce sera sans doute la derrière fois que j’avais l’occasion de te faire un petit cadeau. Amuse-toi bien et pense quelque fois à ton fidèle ami Joaquin.
En otras postales algo posteriores  desde Genova y Montreux, le dice Quelle chaleur il fait aujourd’hui en Suisse!, o Recibí tu larga carta y como me dices que estás enfriada tengo para ti un pañuelo a medida.


Cuando miro las fotos de mi madre y me vence la tristeza por su ausencia, me consuelo con una trampa mental muy rocambolesca, pero efectiva. Pienso en que ella nació un año después de Marilyn Monroe. Vivió su juventud en los años cincuenta, como ella. Las dos eran rubias y glamurosas. Yo nací en el año sesenta y dos, tres meses antes de que la rubia por antonomasia se durmiera para siempre. Mi madre por esa época estrenó maternidad, madurez y un  tinte más oscuro. Y tuvo el detalle de compartir conmigo su existencia durante 51 años más. Entonces me alegro de una manera a la vez melancólica y  profunda. 







lunes, 12 de diciembre de 2016

Crónicas kiwis ( II )





Aunque nos hemos librado por los pelos de un terremoto de grado 7, en nuestro periplo por Nueva Zelanda los bultos ruedan, los edredones se caen, los platos chocan, la estructura metálica cruje… una constante vibración agita nuestros cuerpos mientras viajamos en la autocaravana de alquiler por las carreteras angostas y empinadas que recorren la isla sur. Como si se tratara de un terremoto dosificado, nos acostumbramos a ese tembleque de lavadora centrifugando al que estamos sometidas mientras conocemos el país con la casa a cuestas. Al final del viaje hemos recorrido más de 2600 km en una campervan blanca para cuatro personas. Una batidora con ruedas que tiene todo lo necesario para considerarse autosostenible. Una buena oportunidad para recordar cómo se juega a las casitas.



El alquiler de autocaravanas debe de ser uno de los negocios más  boyantes de este país. No se puede viajar de otra manera en un lugar en el que puedes recorrer tranquilamente 300 kilómetros sin encontrarte con una población,con un alojamiento. Hay caravanas decoradas con los motivos más variopintos. Por otro lado hay que reconocer que todo está perfectamente acondicionado para viajar en este tipo de vehículos: parkings gratuitos con baños, campings donde repostar agua y electricidad, duchas públicas en las ciudades, aplicaciones de móvil para encontrar las zonas de acampada…y kilómetros de naturaleza apabullante que se deslizan a través de las ventanillas como si se tratara de la proyección de un documental.



Por unos días la campervan es nuestra casa, nuestra patria, nuestro planeta. Allí se come, se duerme, se toman decisiones sobre la ruta, se hace terapia familiar, se escribe a trompicones mientras se viaja. Allí escuchas la música que han elegido tus hijas. Mucho rap, mucha música que no conozco. A veces ponen mis listas de Spotify para que mi sensible sistema nervioso se relaje con alguna melodía. Al final acaban gustándome sus temas, sus grupos. Alguna de las piezas pasa a formar parte de la banda sonora del viaje. Como ésta, que nos "pone" muchísimo cuando salimos por la mañana a empezar el trayecto diario. No sé si el subidón que nos da tiene que ver con la letra del tema. Es igual, las tres cantamos Let’s roll up some como posesas,  como si nuestras voces fueran el combustible que empuja a la casita rodante. 



Tengo que confesar que al final no conduje. Me había sacado el carnet de conducir internacional antes de viajar. Íbamos a conducir las dos. Ana más que yo, a ella le gusta conducir y tiene experiencia en conducir por la izquierda ( Sara no tiene carnet). Yo, cuando se cansara. Pero mis miedos (a equivocarme de carril en los cruces,  a no controlar el tamaño, a las carreteras de montaña…) fueron posponiendo el momento de empezar. Al final la energía y la determinación de Ana fueron más que suficientes para tranquilizar mi cobardía y mi conciencia. Y cada una asumió su rol: Ana conducía, Sara ayudaba con el GPS y la aplicación del móvil. Y yo les veía los cogotes desde mi despacho ambulante. Y también me encargaba de las comidas.




Era como si a Telma y Louise se les hubiera colado su madre en el asiento de atrás. Como si estuviera viendo una road movie entre bambalinas. Desde este backstage privilegiado las observaba y se me caía la baba. Cómo podía ser que de una madre tan miedosa e insegura hubieran salido este par de mujeres tan resolutivas, bravas, responsables y gamberras. Y me dejé llevar, me dejé sorprender, me convertí en su hija. Ana era el padre y Sara la madre. Y a mí me llamaban “Pacita”,  y me trataban como a una niña mimada. Yo acataba las órdenes e imaginaba que este cambio de papeles tan estimulante estaba ocurriendo de verdad. Ellas tomaban decisiones que nos llevaban a las tres hacia nuevos y sorprendentes escenarios. Recuerdo que el tercer día por la tarde tenía mucho sueño por el desajuste horario y mientras me estiraba en el asiento en el que supuestamente no se puede usar mientras viajas, me  relajé y me dormí totalmente entregada, en posición fetal, a que ellas me llevaran en ese útero móvil. 





En la caravana conocimos a otras viajeras. Camino de los glaciares subimos a  una chica  que empezaba su día caminando bajo la lluvia, con su mochila, sin hacer autostop. Lesia es una maestra de 33 años de Córcega que viaja sola con todas sus pertenencias en la mochila y que recorre el mundo durante el año sabático que se ha tomado.  Pasó medio día con nosotras y luego nos dijo que la dejáramos porque tenía que recorrer andando las quince millas que le quedaban para llegar caminando a la playa donde había decidido dormir aquella noche. Ese mismo día también paramos a otra chica francesa que acababa su visado en breve y aprovechaba los últimos días para viajar sola. Viajeros. Aventureros. Personas a las que no les asusta la incomodidad. Adictos al movimiento, a la novedad, a dejarse sorprender por el siguiente paisaje, por la siguiente reacción de su cuerpo, por el ritmo que marcan sus pasos, por el peso de la mochila. Lesia nos dijo que cuando era adolescente descubrió que viajar era su estado natural,  que sólo estaba totalmente equilibrada cuando viajaba,  que su cuerpo no funcionaba del todo bien cuando no lo hacía. Intercambiamos datos. Ojalá algún día nos la volvamos a encontrar.
Las horas de luz son largas. Podemos conducir desde las siete de la mañana hasta las nueve de la noche. El tiempo se convierte en un material elástico cuando viajas. La dinámica es la siguiente: viajamos unas dos horas y luego hacemos una excursión de una hora y media. No tenemos prisa, nos cansamos menos de lo que sería previsible. Comemos y dormimos en la campervan. Nos protege de la lluvia. Del frío y del calor que se turnan caprichosamente a lo largo de la jornada. 



Cada dos o tres días pagamos un camping para podernos duchar y sentirnos menos a la intemperie. Y de esta manera nos acercamos cada jornada al objetivo que nos hemos propuesto, al final de la línea que hemos dibujado en el mapa para ese día. Aparcamos por la noche en un lugar en penumbra y a la mañana siguiente nos dejamos sorprender por el escenario que enmarcará nuestro desayuno. Porridge calentito, galletas, café  y tostadas con aguacate, tomate y queso, por ejemplo. En primera fila, para ver el espectáculo que se despliega antes nosotras. 





La organización dentro de una autocaravana es vital. Se convierte en una coreografía diaria que requiere sus rituales. Mientras tú recoges la cocina nosotras preparamos las camas. Yo dejo la maleta en su sitio mientras tú extiendes los edredones. El mismo espacio puede servir como salita, para comer o charlar, o convertirse en una cama. Arriba se duerme o se almacenan las bolsas durante el día.  En la cocina se hierve agua, se guarda el maletón o las sillas de camping, según la hora. Y frente al volante se conduce o se apilan montañas de anoraks. Una pieza de origami que se transforma en diferentes figuras a base de doblar o desdoblar el papel. Y nosotras, como un equipo de tramoyistas bien coordinado, cambiamos el escenario a demanda.  Por otro lado, es muy difícil mantener el orden en un espacio tan pequeño. La entropía siempre gana la partida. Siempre hay una toalla húmeda que no se puede guardar, un mapa o un folleto que se cae al suelo en un frenazo, un boli que acaba en el neceser, un cepillo que no sabemos dónde está. Como en cualquier casa, los calcetines pierden sus parejas. Pero aquí es más complicado buscarlos. La contorsión forma parte de nuestra forma de movernos en este espacio tan reducido.
 La casa se ajusta a nuestros organismos como  lo hacen los caparazones a los cuerpos blandos de los moluscos. Se ciñe como una armadura, se ajusta como un vestido, se articula con nuestros movimientos. Viajamos con la casa a cuestas como un caracol, como una tortuga.


En su libro La Poética del espacio, Gaston Bachelard dice : "La vida empieza bien, empieza encerrada, protegida, toda tibia, en el regazo de una casa". Y  "Antes de ser lanzado al mundo, el hombre es depositado en la cuna de su casa". Nosotras esta vez hemos salido al mundo metidas en una cuna portátil. Y ha sido magnifica la experiencia de sentirnos a la vez protegidas y a la intemperie. 
Let's  roll up some!



Otra de las canciones de la banda sonora del viaje: My house, de Flo Rida








jueves, 8 de diciembre de 2016

Crónicas kiwis ( I )




Uno de los elementos más importantes para que una toma cinematográfica funcione es la iluminación. Podríamos afirmar que lo que no esté modelado por la luz no existe. Aunque apenas destaquen en los créditos finales, los técnicos de iluminación y los fotógrafos  son tan importantes en una película como el director y los actores.

En Nueva Zelanda la luz es afilada como una espada láser. Atraviesa la materia con contundencia,  sin contemplaciones y sin anestesia. La luz duele, marea, perturba. Escuece. No deja sombras, solo reflejos. Te quema la cara en cinco minutos. Cada día aparece muy temprano, y por la noche se resiste a dimitir. Es la protagonista indiscutible, la estrella principal. Esa luz excesiva, ese bisturí que todo lo penetra y que llega a herir a nuestros sentidos acostumbrados a una penumbra de la que no eran conscientes.






A la rutilante protagonista le acompaña un elenco de actores secundarios: la tersura del aire, el silencio, la lluvia indolente y una meteorología acostumbrada a construir dramáticas estampas en el cielo. Todos al servicio del mejor y más variado equipo de guionistas: terremotos, glaciares, bosques húmedos y valles ancestrales. En cuanto al atrezzo: pizarras extenuadas de resistir la presión de las placas tectónicas, ríos indecisos ante tanto espacio por el que discurrir, lagos que parecen océanos, aves primordiales… Y las ovejas, que tapizan todo el paisaje y que nos miran desde los prados de terciopelo: los 34 millones de ovejas que han convertido a buena parte del país en un gigantesco campo de golf. El hombre es solo una más de las piezas de esta máquina de fabricar paisajes que es Nueva Zelanda. Un universo en miniatura. El boceto original. Un lugar en el que la naturaleza ensayó la construcción de todas las posibilidades, que luego repetiría deganada  y a otra escala en el resto del planeta.  



En este país son bellos hasta los polígonos industriales, los suburbios de las ciudades y las presas artificiales. La supuesta fealdad de algunos lugares se diluye a concentraciones homeopáticas en la inmensidad de una belleza desmesurada, limpia, nítida,  que no invita a la duda. No te has recuperado de un paisaje, al que has calificado ingenuamente como “el paisaje más bonito que he visto en mi vida” cuando la campervan te lleva a otro que lo supera. Y para colmo lo  aparentemente común, como podrían ser las instalaciones y la decoración de un camping,  tiene un aire extravagante, melancólico, hermoso. Demasiado hermoso, piensas a veces.




La pregunta inconfesable que se hace una al segundo día de sobredosis de belleza, bajo los efectos de esta especie de Síndrome de Stendhal  naturalístico,  es si existirá algo parecido una saturación de los sentidos. Si ya nada podrá sorprenderte a partir de ahora.
Una leyenda mahorí cuenta que cuando los dioses modelaban con sus cinceles Milford Sound pensaron que quizás los hombres, al ver semejante maravilla, iban a creer que eran inmortales. Para evitarlo, crearon las sandflies ( las moscas cojoneras autóctonas), de esta manera recordarían que eran vulnerables. Luego debieron de ampliar el castigo con los mosquitos, abundantes y cansinos hasta el hartazgo.
Pero vayamos a la prosa y observemos de cerca a los constructores de esta diversidad de paisajes, de este mundo en miniatura.
Juntamente con Islandia, Nueva Zelanda es un excelente laboratorio de pruebas para  la Tectónica de Placas. El país está atravesado de arriba abajo por una línea que coincide con el límite entre dos placas tectónicas: la Indo-australiana y la Pacífica. En la isla norte la subducción de una placa bajo la otra produce volcanes, que alivian la tendencia del magma a salir para poder cumplir con esa regla universal que dice que lo menos denso se sitúa siempre por encima de lo que tiene mayor densidad. El magma se va formando  medida que se funde el borde del continente que sustenta al océano Pacífico bajo la corteza de la Placa Indoaustraliana. Periódicamente, varias espitas escupen rocas líquidas y vapor. Los maoríes que viven en la zona saben perfectamente que el suelo que pisan es una fina  lámina  sobre una olla hirviendo. 


 En la isla sur, en cambio, la energía liberada por el frotamiento lateral entre las dos placas produce terremotos con bastante asiduidad, como el que hubo un día antes de que mis dos hijas y yo voláramos hacia esa isla. Las ciudades del sur están en continua construcción, llenas de cicatrices. Los edificios afectados por el último terremoto de Christchurch ( 2011) todavía esperan apuntalados, aguardando que el gobierno decida si reconstruirlos, derrumbarlos, o esperar a que lo haga el próximo sismo.



Otra de los características del paisaje de la isla sur es una tremenda cadena de montañas, denominadas “Los Alpes del sur”, que recorren toda la costa oeste. Producidas por reajustes y presiones tectónicas asociados a la combinación de la falla y la subducción. El Mount Cook ( al que no pudimos ni siquiera empezar a ascender, porque ese día llovió mucho) es uno de sus picos más espectaculares.  Al final de nuestro viaje atravesamos esa cordillera a través del Artur pass para regresar a la región más plana del este donde se localiza Christchurch.








La construcción del paisaje por causas tectónicas  ( montañas, volcanes y terremotos ) se remonta a un pasado inimaginable. Desde la separación de esta zona de la tierra del supercontinente Pangea, hace más de 85 millones de años, las placas que limitan la isla chirrían, se reajustan, se funden y se reconstruyen. Emiten fuego y energía como si se tratara de dos dragones en pleno duelo. Y van produciendo en la superficie una secuencia de escenarios cambiantes a gran escala.
Pero mucho más recientemente, hace unos diez mil años, las montañas producidas por la geodinámica interna, redondeadas hasta entonces por las aguas de los ríos, quedaron enterradas bajo un casquete glaciar. Eso las modeló produciendo la típica morfología de picos, aristas, lagos y cascadas. Los enormes valles en forma de U que recuerdan a los de Suiza pero a lo grande, son la base de este paisaje y proporcionan una cualidad majestuosa al conjunto. 






 Todavía quedan restos de la actividad de la última glaciación en los  glaciares  Fox y Franz Joseph, que van menguando a pasos agigantados gracias al maldito cambio climático que las grandes potencias mundiales se empeñan en negar.
Si un paisaje glaciar se encuentra cerca de la costa, el fondo del valle glaciar es inundado por el agua del mar y se convierte en un fiordo, o como los llaman allí: en un Sound. El Milford Sound posee una belleza tan impresionante que quita el hipo. Y tiene el aliciente añadido de que las montañas que lo encuadran están tapizadas por una vegetación de selva húmeda ( rainforest ) en lugar de lucir los típicos bosques de coníferas a los que estamos acostumbrados en los países nórdicos de Europa.




La luz de Nueva Zelanda incide sobre todas estas maravillas y las hace visibles con la dureza y  la transparencia de un diamante. Nos muestra azules imposibles en las aguas, verdes esmeraldas en la tierra y la visión de un horizonte tan remoto al mirar mar adentro que produce vértigo. Algo parecido a una cuarta dimensión flota en la atmósfera, y la percepción de que estás en un lugar en el que el mundo todavía está por acabar solo te invita a respirar hondo. Lo harías. Si no fuera porque a estas alturas la contemplación de tanta belleza te ha dejado sin aliento. 




martes, 29 de noviembre de 2016

Feroz


Fotografía propia


 En el pueblo no se habla de otra cosa que de la preocupante plaga de Caperucitas que asola nuestros bosques.

Desde que desapareció su depredador natural las de rojo provocan accidentes, destrozan los huertos y remueven la tierra buscando raíces después de la lluvia. Por las noches merodean por los polígonos industriales y se acercan a los límites de la ciudad  para hurgar en los contenedores de basura. 

 Algunos municipios organizan batidas clandestinas que reúnen a los habitantes más siniestros de la comunidad. Cada vez que los ecologistas proponen reintroducir el lobo ibérico, los ganaderos salen a la calle con escopetas y garrotes.

Mientras tanto, ellas deambulan en pequeños grupos, con la mirada alucinada y mostrando una maraña de pelo color miel bajo sus harapientas caperuzas. Si se les acorrala cuando van con sus crías -esas deliciosas y pálidas criaturas- se revuelven y atacan con ferocidad.

En el bar yo no me pronuncio sobre el asunto, pero estoy haciendo mucho más que todos esos charlatanes para solucionar el problema. Cada veintiocho días, siguiendo mi naturaleza, acudo al llamado de la luna llena. Me muerdo el aullido que brota de mis entrañas, y salgo de cacería.

 


                                                           Fotografía propia 


Con este microrrelato he ganado el primer premio en castellano del Concurso de microrrelatos de terror y gore de Molins de Rei 2016. El mejor relato en catalán se lo ha llevado Elies Villalonga con un poema sobre vampiros
Aquí  se puede ver la noticia en la prensa de Molins 
Miquel Llobera,del colectivo Enveualta ( una iniciativa estupenda para poder escuchar literatura)  ha convertido el micro en un magnífico audio, con su profunda voz y unos cuantos efectos especiales terroríficos. ¡Gracias!

martes, 1 de noviembre de 2016

Diario de una despedida ( I )



Una vez se sabe algo, poco se puede hacer para dejar de saberlo. Cuando por fin entiendes la letra en inglés de una canción, ya eres incapaz de oír esos sonidos que parecían tan misteriosos y que podían abrir tantos caminos en tu interior. Algo así ocurrió cuando mi hermana me transmitió el diagnóstico más probable de esa lesión que habían encontrado en la resonancia: metástasis cerebral. Desde ese momento, el destino me situaba en el tramo final del camino de mi madre. No dudé ni un segundo en acompañarla.  
Cuando lo supe, no me conformé con eso. Quise  saberlo todo de ella. Me propuse acercarme, tocarla, vivir a su paso, deslizarme bajo su piel, volver a su útero.  Conocerla, saber quién era ella antes de estar yo en este mundo, cómo era de adolescente. Dar sentido a todas sus fotografías.  Abarcar el misterio de su vida única, de su vitalidad y su belleza, de su dolor y de la firmeza de su cariño. Sin preguntar, solo fundiéndome con ella. Era una cuestión de epidermis, de fluidos y de vibraciones, nada que pudiera caber del todo en palabras.
Acababa el mes de mayo. Me pedí un permiso en el trabajo para estar con ella. En unos días la iban a ingresar en el hospital para confirmar el diagnóstico e intentar localizar el cáncer original.

1 de junio de 2013

A las siete y media de la mañana está sentada delante de la tele, que vomita anuncios. La nevera se ha quedado abierta y varias luces de la casa también. Me explica que ha estado pensando en los éxitos de mis hijos. Nos hemos especializado en darle buenas noticias a la abuela sobre sus nietos para poder observar así  esa felicidad tan contundente en su rostro. Esta vez es el trofeo “al jugador más carismático” que le han dado a Víctor y el premio extraordinario del Máster de Carlos. Me dice que está esperando a que salga lo de Carlos en la tele. Yo le intento convencer de que no va a salir. Le sugiero que se vuelva a la cama. Ronronea que se está muy bien en la cama. Reconoce que no sabe qué hora es, pero cuando le digo que voy a ir al lavabo se acuerda de que ayer me tomé un kiwi.

En abril habían empezado los síntomas.  Se olvidaba de cómo se hacían cosas en las que ella era experta, como cocinar o coser.  Una vez se levantó de dormir la siesta y le dijo a mi padre que iba a la cocina a hacerse el desayuno. Otro día no conseguía acordarse de cómo se hacía una tortilla de patatas. Pidió que la lleváramos al neurólogo, que se olvidaba de las cosas, que debía tener Alzheimer. Le dijimos que las personas que tienen alzheimer no se autodiagnostican, pero la llevamos. Contestó a las preguntas  de memoria inmediata mucho mejor de lo que lo hubiera hecho yo. Le hicieron una resonancia. La corteza cerebral estaba perfecta. Pero había un par de lesiones que parecían antiguas y enquistadas. Los "soldaditos", como los bautizó mi madre cuando vio la imagen en tonalidades de gris azulado de la placa.  Había que averiguar qué eran, la ingresarían unos días para hacerle más pruebas.
Mi madre se debatía entre un realismo desarmante y la convicción irracional de que ella y su familia eran especiales y estaban a salvo de muchas de las incomodidades que afectan al resto de la humanidad. Cuando algo ( una enfermedad, un fracaso…)  desmentía ese principio, sobre todo si se trataba de algún contratiempo que afectase a sus hijas o a sus nietos, se ponía a rezar como una posesa y manejaba argumentos en los  que trataban de compatibilizar nuestra  condición de inmunes con la de personas “como todo el mundo”. Si la afectada era ella, era mucho menos aprensiva que si se trataba de uno de sus seres queridos. En ese caso le quitaba hierro al asunto y conseguía reírse de sí misma en voz alta para que los demás no nos preocupáramos, o lo comentaba  como de refilón, al hilo de otra cosa. Sus quejas nunca eran directas, había que saber leer entre líneas. Un día, ya enferma, hablando con mi hija Ana sobre la especialidad que iba a elegir para la especialización de sus estudios de fisioterapia, le soltó:
-Para especializarse en geriatría  tiene que gustarte tratar con gente llena de pellejos, como yo-dijo tocándose los brazos secos como pergaminos. Mejor haz lo de los deportes- le recomendó.  Y luego añadió, con una sonrisa pícara, haciendo referencia a los verdaderos  problemas relacionados con su enfermedad:
-Pero esto de la sequedad en la piel es “pecata minuta”.
En cambio, no podía soportar el sufrimiento de los suyos, lo pasaba realmente mal. ¿Qué trataba de transmitir mi madre con su preocupación por las dificultades que afectaban a su familia? ¿Que éramos diferentes? ¿Especiales? ¿Que no nos podíamos salir del esquema de  éxitos y bienestar que ella había previsto para nosotros? Contarle ciertas cosas podría ser demasiado perturbador para ella. No podíamos hacerle eso. Tuvimos que aprender a protegerla de algunos hechos. Otros los sufrió y los rezó con ahínco. En cambio, nos encargábamos de acentuar cualquier éxito de sus hijas o de sus nietos. Era normal llamarla para informarle de las buenas notas de nuestros hijos, de los éxitos y los premios. De esta manera alimentábamos su intuición de que estábamos hechos de otra pasta. Siempre pensé que en medio de la fortaleza del carácter de mi madre, ésta era una veta de vulnerabilidad a tener en cuenta, su talón de Aquiles. Probablemente eran restos que arrastraba de su desamparo por quedarse sin madre de forma tan prematura, al final siempre salía la huérfana de cuatro años que fue.
Y por otro lado, ¿por qué ella no se quejaba jamás,  ni nos pedía ayuda? Su determinación  por ser autónoma nos dio alas, nos relevó del deber de preocuparnos por ella,  pero a la vez nos acostumbró a no pensar en ella como en alguien necesitada de nuestro apoyo, de nuestra atención. Eso no era obligatorio, nunca lo exigió. Lo dejaba a nuestra voluntad. Sin quererlo hizo que nuestro comportamiento fuera, algunas veces, algo desconsiderado. Éramos capaces de volver a casa, siendo ya unas madres de familia hechas y derechas, con la misma actitud de cuando nos fuimos de allí con dieciocho años. Íbamos a que nos cuidará mamá, sin darnos cuenta de que los años habían pasado, sin percatarnos de que quizás fuera ella quien necesitara ser cuidada. Ahora,  a sus 85 años, había llegado el momento.