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lunes, 25 de julio de 2016

Las edades de la emoción ( prólogo a "Los trigos tan azules" de Miguel Ángel Malo)



Miguel Ángel Malo es un pintor de interiores. O varios de ellos en uno, pues parece como si fuera modificando la técnica pictórica a medida que el tiempo cristaliza en las diferentes edades. Los relatos ( y microrrelatos ) de Los trigos tan azules se organizan en un eje cronológico dividido en cuatro tramos: el primero (I) recorre con pinceladas impresionistas el territorio inalcanzable de la infancia, un segundo grupo de relatos (II) en los que la adolescencia y la primera juventud se expresan en trazos expresionistas al inquietante modo de Egon Schiele,  la madurez (III) y decadencia (IV) del último tramo de la vida  están pintadas de manera semejante a lo que hacía Hopper con sus estampas a la vez anodinas y terribles.
Aunque pudiera deducirse que los protagonistas de la primera parte del libro son los niños, en realidad lo que éstos hacen es retirarse discretamente y abrir una ventana a la intemperie de sus percepciones para dejar penetrar en los relatos una bruma azul que lo invade todo. No hay criaturas de carne y hueso en estas páginas. Los niños hablan desde un lugar demasiado lejano (“nevaba como suele hacerlo en la infancia”), demasiado inasequible;  pero han conseguido destilar sus sentimientos, y Miguel Ángel nos los  ofrece concentrados en pequeños sorbos -como si se tratara de catar un buen licor- en unos cuentos escritos con brochazos impresionistas. Como en los mejores cuadros de esa época, estos relatos consiguen  reproducir con nitidez -con la única condición de retirarse un poco para observarlos-  atmósferas sin perfiles, percepciones tan inasibles como la sensación gelatinosa y a la vez llena de alfileres de una fiebre infantil en Mi padre y el hombre del saco,  o la metáfora vital que le sugiere a la propietaria de El álbum de las mariposas la visión de unas alas de lepidóptero disecadas de su colección. Ese sentir sin entender de los niños que hace que la  narradora de  La noche entera convierta a la nieve en el centro de lo que nos quiere contar. Una nieve igual de blanca que la tristeza pero que cubre un subsuelo oscuro y sucio como el fango. Los niños sintiendo sin filtros y sin prejuicios, inaugurando miradas que los adultos no podemos comprender porque el exceso de información nos impide ver lo esencial, como el “vampiro” que  Matías descubre en su propia casa, sin que nadie más se percate de ello, en el cuento Matías y el pequeño monstruo.
Las historias del segundo tramo (adolescencia y juventud) tienen la cadencia del bombeo en un corazón desbocado, alerta, preparado para la huida.  Los protagonistas parecen preguntarse cómo deberían comunicar lo que no puede ser expresado en palabras cuando se enfrentan a situaciones de vértigo, de peligro, de impotencia. La equidistancia entre el terror y las cosquillas de Lo intenté, el encuentro de Eros y Tánatos en el encierro y el posterior salto hacia el abismo de Perro, o esa oscura premonición que siente la protagonista en el relato Te quiero son botones de muestra de ese ritmo desasosegante. En otros, los personajes lidian con sentimientos inaceptables respecto al propio deseo (La angustia de Sara) o con la impotencia cuando la vida de un hijo se sale del carril y se alimenta exclusivamente de la rabia, el miedo y la culpa (Toda la vida me lleva tocando a mí). Incluso nos asomamos al interior de una mujer que se permite experimentar alivio ante la muerte de un tirano doméstico (Laura).
Miguel Ángel maneja con gran eficacia los hilos con los que teje descripciones de los estados de ánimo (“se sentó despacio, con el culo compungido”, “un tacto azul oscuro, como de tener la garganta seca”), del entorno (“el jardín era un narrador de recuerdos abisales”) y de los personajes (“Paco era el de siempre: bigotudo, enorme, aparatoso… Ella iba de oscuro: tonta y distinguida”, “Marta se encogió de hombros y puso una cara sin fondo”). Con estos hallazgos sembrados a lo largo de sus relatos recrea visiones subjetivas y parciales, que son las más adecuadas para dibujar esas escenas sórdidas y recrear aquellos ambientes claustrofóbicos que tanto recuerdan a las pinturas expresionistas de Munch,  Shiele o Nolde.
En el tercer bloque de relatos las espigas de trigo ya están maduras. Doradas o azules, según como les dé la luz. Los colores estridentes de la juventud han dejado paso a los tonos pastel de una serie de estampas realistas, oleos con algún desconchado pero con muchas capas de pintura, que representan algo a medio camino entre la melancolía y la resignación. Se podría decir que sus cuentos de madurez son bocetos dibujados con trazos secos y certeros en los que se retrata la densidad de todo aquello que es cutre, sucio, pero que a la vez posee una belleza inusual. Unos visitantes inesperados irrumpiendo en una celebración (La boda), un letrero de neón iluminando el insomnio de los vecinos de un edificio desangelado digno de un cuadro de Hopper (Calor), el silencio saliendo de los cajones y armarios tras una separación (Mi vida diferente) o la mismísima soledad en el remite “con letra redondilla, de mujer” de una carta vacía (El centro)  son algunos de los paisajes desolados que nos desvela Miguel Ángel Malo.
No todo está en la superficie en estos cuentos, no todo se dice. En Los trigos tan azules hay muchas zonas vacías que tiene que rellenar el lector con su sensibilidad. Algunos relatos están atravesados por una grieta insalvable que separa lo real de lo onírico (La piedra), la culpa del apego (La verdad), la luz de la oscuridad (Callejones) o el tú y el yo en la experiencia de una prostituta melancólica en Tangentes paralelas.  
Y luego está la  terrible y sobrecogedora crónica de la muerte del padre (Desvestido el mundo del lujo de las horas) que protagoniza el cuarto y último tramo -acompañada de un séquito de microrrelatos como puñetazos en el estómago- sobre la cual por experiencias personales demasiado cercanas me siento incapaz de opinar con lucidez, así que me limito a copiar un fragmento con la descripción que hace el médico de lo que estaba por venir:  “Habló de ruinas y de paisajes irreconocibles, de autopistas blancas sin cambios de sentido, de campos azules con relojes blandos y muertos pero en vida, de horribles peces luna que devorarían una tras otra las células de la inteligencia, las del sentimiento, las del amor; las del dolor incluso.”

No se sale indemne de las historias que nos cuenta Miguel Ángel Malo en Los trigos tan azules, pero quiero pensar que éste es el único objetivo exigible a la literatura.  


Miguel Ángel Malo, a quien no conocía, me escribió pidiéndome si podría escribirle un prólogo a su libro Los trigos tan azules, publicado por la Editorial Nazarí. Como la ignorancia es muy atrevida le dije que sí. Me leí el libro. Me impresionaron sus relatos. Y le escribí este prólogo en el que además me lancé a hacer un paralelismo con las sensaciones que me producen algunos cuadros. Lo dicho, la ignorancia es muy atrevida. Sirva este texto -en el que una bióloga se atreve con la pintura y la literatura- como recomendación del libro de este economista que escribe las etapas de la vida como los mejores pintores pintan sus cuadros. 


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