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lunes, 31 de diciembre de 2018

Asistencia médica privada





Lo primero que se preguntó al sentirse golpeada por su halitosis fue cuánto tiempo haría que no era besado por una hembra. Entonces, retirando el torno de su muela, se quitó la bata blanca y besó al fauno inaugurando así una Era.



domingo, 2 de diciembre de 2018

Zoom

Vanessa Bell  Interior with a table (1921)


Tras el cristal esmerilado, una figura borrosa. Como en los páramos de las hermanas Brontë o en la sauna de una cabaña finlandesa, una atmósfera coagulada lo cubre todo. Por un momento esa colección de píxeles podría ser cualquier cosa: un asesino, una tormenta en la distancia, mi bisabuela en el día de su boda, los veranos de la infancia, un viajero victoriano, o el mismísimo Gregorio Samsa mendigando un poco de atención. Cierro el grifo y enseguida las posibilidades se reducen: tal vez un periodista interesado en mi biografía, la vecina necesitada de conversación o mi jefe regodeándose en algún logro.

Cuando deslizo la mampara y me asomo, el mundo se reconfigura para adoptar una forma más doméstica y contemporánea. Todos los visitantes se desvanecen con sigilo en la bruma dejando espacio para que mi hija abra el armarito de Ikea, balbucee una disculpa, coja el secador de pelo y salga del baño. El sonoro portazo me confirma que ya todo ocupa su lugar y el día se despliega, terso y contundente, ante mí. Me zambullo en el frío que se ha colado por la puerta y para cuando me cubro con la toalla ya me sé enfocada, posible, real. Me dispongo a transitar la jornada, a dejarme sorprender.



viernes, 9 de noviembre de 2018

Niñas ricas en su día de cumpleaños



 "El lloc i la data" ( El lugar y la fecha ), obra de Perejaume


Octubre de 1973

En la fotografía de grupo Anabel está sentada en el suelo, la segunda por la derecha. Treinta colegialas. Y una monja en el centro: la madre Encarnación. Pantalones de pana, cuadros escoceses, jerséis de cuello alto, chalecos y trencas. Unas sentadas, otras agachadas y otras de pie formando tres horizontes en ese ramillete de niñas a punto de florecer. Aquel día no llevábamos el uniforme porque íbamos de excursión. Tonos rojizos, verdes y azules en la ropa, pero en conjunto se trata de una fotografía en la que predomina el color ocre. Como si alguien hubiera interpuesto un filtro de ese color, como si el paso del tiempo hubiera difuminado la escena depositando una aridez y una rugosidad propias de la arena.
El aspecto de unas niñas de once años puede ser de lo más heterogéneo: conviven los rostros infantiles de unas con la sensualidad de nínfulas de otras. Anabel  está situada entre Raquel G. (robusta, cuello de toro y actitud de comerse el mundo), y Soledad C. (flaquita y con el mismo aire anodino que la protagonista de esta historia). De entre todas las del grupo solamente a ella y a mí se nos ve ensimismadas, sin mirar a la cámara, serias y sin ningún atisbo de pose.


Cuatro décadas después de esa excursión, deslizo la mirada por la fotografía intentando reconocer a mis compañeras del colegio. Me vuelvo a topar con su carita reconcentrada e inmediatamente me asalta el recuerdo de los payasos. Payasos de verdad. Contratados especialmente para la fiesta que cada año le organizaba su abuela en una finca a las afueras. Procedentes de otra ciudad. Vestidos de color púrpura o con azules y verdes estridentes. Con aquellas caras maquilladas en blanco y rojo desteñido. Gesticulando, sobreactuando para llevarnos de la mano a través de unas emociones vistosas y falsas. Tan patéticos y tan alegres al mismo tiempo. Todas envidiábamos aquellos cumpleaños. Con clowns, música, globos y muchos pasteles.  Es casi lo único que guardo en la memoria de aquella niña morena y pequeñita. Eso y la perfumería de la calle principal que regentaba aquella abuela suya tan distinta a las nuestras. No recuerdo en absoluto a sus padres. Solo a su abuela. Una señora con un cardado rubio y los labios pintados, que tenía mucho dinero y olía a una mezcla irritante de varios perfumes a la vez.   


Noviembre de 1988

Se despierta temprano. Se  viste y se arregla con esmero. Con la suficiente clase como para resultar convincente sin sugerir urgencia. Antes no era demasiado capaz de tomar la iniciativa, su marido no le dejaba, pero desde que está sola maneja con soltura y determinación los negocios familiares. Aunque vive con bastante desahogo, hace ya demasiados meses que le duelen los balances mensuales por culpa de ese dichoso piso que no se alquila. Con lo bien que le iba ese dinero extra hasta que se marchó el último inquilino. Baja al rellano de la entrada para buscar al cliente con el que ha concertado la cita por teléfono. Vuelve a subir las escaleras con él, pero ahora solamente hasta el Principal.
No lo conoce, es un forastero. No tiene ninguna referencia, pero a veces es mejor tratar con desconocidos para no tener miramientos si la cosa funciona mal. No esperaba que fuera tan joven. El chico no sabe que le está enseñando el piso en el día de su cumpleaños. No puede saberlo. O no debería. Pensó en posponer la visita pero al final se lo tomó como una señal. Se ha vestido para hacerse un regalo a sí misma, un regalito que disfrutará prolongándolo el máximo tiempo posible. El dinero siempre fue un consuelo para ella, y una fuente de seguridad. A pesar de que con los años se ha vuelto más ávida y algo más insegura, sigue siendo muy lista. Y le gustan los retos. Lo va a conseguir. Hará como que le rebaja mucho el precio en el último momento. Y luego lo celebrará con champagne. Ella sola, porque nadie más en la familia le ha ayudado a mantener todo lo que le dejó su marido. Ni sus hijos ni sus nietos.  Y cada vez  necesita más dinero para los líos de la nena.
Mientras sube las escaleras y abre la puerta del piso es capaz de ocultar todos estos pensamientos tras unos gestos comedidos, educados, distantes. El joven se presenta como Alberto. Al cabo de seis meses estará en la cárcel acusado del asesinato de una mujer de setenta años. Estrangulamiento. Con una cuerda delgada, según la nota del periódico,  que sin embargo no encuentran en el lugar del crimen. Pero en ese momento, cuando enciende la luz del recibidor, ella no sabe nada de cuerdas. Sólo cree saber de retos, de cumpleaños y de copas de champagne. Por fortuna el estallido de la membrana que limita la vida con la muerte le impide conocer lo que ocurre después. La cuerda actúa como una frontera irreversible, la entrada a un espacio sin fondo. La línea recta del tiempo es un fastidio incomprensible para el que ha caído en un agujero repleto de hilos entrecruzados. Algo que queda atrás, demasiado simple, algo ante lo que ya no se vuelve la mirada. 


Ella nunca lo sabrá. Muchos, en cambio, lo podrán saber sin demasiado esfuerzo. Incluso alguien tan improbable como yo. Sin buscarlo, muchos años después. Sólamente con observar una foto de cuando el paisaje era del color de la arena y todos los caminos parecían accesibles. Solo por tener un poco de curiosidad,  por preguntar a una amiga, por tirar del hilo una tarde de ocio delante de un ordenador. Accedo a un conocimiento que no creo merecer. Sin ningún derecho -siento que me apropio de algo que no me pertenece- pero  sin ningún pudor. 
Nunca sabrá, digo, que a continuación el tal Alberto le coge las llaves que lleva en el bolsillo del vestido que cubre su cuerpo desmadejado. Que Anabel le espera tras la puerta. Que cuando se encuentran en la escalera, ella guarda la cuerda y le pide la llave del piso de su abuela. Que a los forenses les parece que el domicilio no está lo suficientemente desordenado. Que la caja fuerte quedará abierta como el ojo de un cíclope durante tres días. No sabrá que no había bastado con los payasos, con los regalos ni con todo lo que le había dado desde entonces para sus caprichos y su adicción. Que su nieta es la novia de Alberto. Que en la perfumería se marchitarán todos los perfumes lentamente, pues ya nunca más abrirá al público.
No lo sabrá porque aunque parece estar allí, con esos ojos desorbitados e incrédulos, ya no lo está.


Vuelvo a observar la fotografía combada que sujeto entre mis manos. Anabel continúa ensimismada, con gesto ausente.  Le pregunto -me pregunto- algo que todavía no tiene forma definida, el esbozo de un interrogante que ya se traslada a trompicones desde mi presente hacia su futuro. La respuesta se queda varada -tensa y esquiva- en la imagen algo desenfocada de esa niña que no sabe que se convertirá en una asesina. De la colegiala que en un tiempo compartió aula y excursión conmigo y que sigue guardando silencio con la indolencia de las niñas mimadas, de las fotografías de un pasado que no desea ser reformulado. 





Este relato ha recibido un accésit en el XIII concurso literario El Laurel, y ha sido incluido en la antología de la actual edición. Para mí tiene un significado muy entrañable volver a estar en el libro de este concurso. Ayer fui a la cena de entrega de premios y la disfruté muchísimo. ¡Gracias a los miembros del jurado más auténtico y simpático que he conocido!




domingo, 23 de septiembre de 2018

Escritoras de compañía





“El típico personaje de las Brontë es una especie de monstruo, en el que todo menos lo esencial está deformado: tienen las manos en las piernas, los pies en los brazos y la nariz en la frente, pero el corazón está en su sitio” G.K. Chesterson











Una tormenta de nieve desciende lentamente -como si alguien le hubiera dado la vuelta a una de esas bolas de cristal con paisaje suizo en su interior- sobre la crónica que Virginia Woolf escribió en noviembre de 1904 tras su visita a esta localidad situada en los remotos páramos ingleses. El gélido paisaje que dibuja el texto se derrite y se convierte en magma literario en el momento en el que la escritora se introduce en la vieja rectoría donde vivió la familia Brontë.
 La mañana de abril en la que llego a Haworth, 111 años después, no nieva. Ni siquiera llueve. Pero al atravesar el umbral de la puerta de ese edificio noto como si la membrana del tiempo se combara y por un momento confluyera con la escritora para hacer juntas la visita. Entre otras cosas ella afirma en su ensayo que, al visitar la casa de un gran escritor, la curiosidad está solo legitimada cuando la visita añade algo a nuestro conocimiento de sus libros. Con  semejante expectativa entro al Brontë Parsonaje Museum, un caserón feo y respetable desde cuyas ventanas los niños del reverendo Patrick Brontë podían contemplar las lápidas del cementerio que les servía de jardín.





En ese momento me queda por acabar de leer un veinte por ciento de mi ejemplar electrónico de Jane Eyre, la novela de Charlotte Brontë. Tiempo atrás leí Cumbres Borrascosas, de su hermana Emily. Ya he viajado, en mis lecturas, a los páramos que acabo de atravesar  en la última etapa del viaje que empezó a las nueve de la mañana en la estación de Liverpool. Ya conocía la empinada calle principal de este pueblo dedicado a que los turistas conozcan a esta peculiar familia, la había visto en los reportajes de otros viajeros. Al acceder a la casa-museo nos da la bienvenida -a mi amiga Beatriz y a mí- una voluntaria con acento claramente español. 
Y entonces, sólo entonces, me deslizo hacia una dimensión en la que inmediatamente se entremezclan el tiempo y la realidad con la historia y la ficción. Así, en las paredes conviven cuadros y grabados que representan a los héroes de la época con oleos pintados por Brandwell  (el talentoso pero incomprendido hermano) y copias de retratos de las escritoras. Algunos de los muebles son los originales, mientras que otros son reproducciones que imitan las estancias de la casa basándose en los dibujos que hizo Brandwell. El reloj de pared al que el reverendo Brontë daba cuerda en un ritual que señalaba el final de cada día, contempla, indolente, como los turistas subimos las escaleras. A mi cerebro le gusta gastar bromas, y cuando veo el sencillo vestido de lana junto con los diminutos zapatos que se muestran en la vitrina de la habitación de Charlotte los atribuyo a la indomable institutriz protagonista de la novela que estoy leyendo en lugar de a su autora. También he pensado en Jane Eyre al pasar por la escuela en la que trabajó Charlotte, y tengo muy presente a Rochester cuando me entero de que la escritora se casó con un profesor mayor que ella.
Me suele invadir este tipo de vértigo en los lugares históricos, claramente una patología de mi imaginación. No consigo añadir conocimiento, solo desbaratar el poco que tenía. Me temo que Virginia debe de estar algo sorprendida con el funcionamiento caótico y poco riguroso de mi cabeza, y me mira decepcionada por no saber separar el grano de la paja. Menos mal que Beatriz se fija en los datos y absorbe la información con la avidez de un detective: datos sobre la insalubridad de la zona, sobre la elevada mortalidad infantil -las inscripciones en las tumbas del cementerio dan fe de ello-, sobre las ocupaciones diarias de estas seis criaturas extrañas y enfermizas, a quienes una imagina jugando con soldaditos, cosiendo, escribiendo poemas épicos con letra impecable o estudiando alemán mientras la criada amasa el pan en la cocina, todo bajo la mirada atenta y melancólica del párroco viudo que vio cómo morían uno tras otro sus descendientes  en esa tierra remota y olvidada por Dios.

Antes de salir de la habitación de Charlotte levanto con disimulo el visillo que cubre una de las ventanas, y contemplo las vistas: unas sombras oblicuas y verdosas tamizan el paisaje de lápidas que ocupa el terreno situado tras la iglesia. El vigilante me llama la atención, no se debe tocar nada. Pido disculpas y regreso a esa habitación que parece un mausoleo. Consigo sentir aquella mezcla de miedo y alegría que desprende la obra de la autora. Y decido que, a partir de ese momento, seguiré el proceder de Jane Eyre cuando dice: “Luego reduje la marcha y empecé a disfrutar y analizar la índole de placer que la hora y el entorno hacían germinar dentro de mí”.








                                                                                                       


domingo, 29 de julio de 2018

Otra oportunidad

Ron Gonsalves 



Ayer, en la sobremesa de  la cena familiar,  fantaseamos con la idea de elegir a un personaje histórico al que pudiéramos resucitar por un pequeño lapso de tiempo (unas horas, un día) con el fin de mostrarle algo  y a continuación enviarlo de vuelta a la tediosa eternidad.
Mi hermana dijo que se llevaría a Van Gogh a dar una vuelta por el magnífico museo dedicado a su pintura en Ámsterdam. Una vez recuperado de esta última alucinación podría visitar a los clásicos en el vecino Rijksmuseum y regresar al otro lado con una sola oreja pero con la autoestima completa.
Mis padres discutieron la propuesta de hacerle experimentar a Hitler una muerte más lenta que la que eligió. A Tesla habría que volverle a la vida y rendirle un homenaje rebosante de luces y efectos especiales, dijo mi padre. En cuanto a la posibilidad de revelarle a Martin Luther King que su país ha tenido un presidente negro nos pareció muy buena idea, pero tuvimos dudas sobre la oportunidad de la coyuntura  política del momento.
Yo, animado por el postre y el café, me atribuí la potestad de resucitar a dos personajes de forma simultánea. En mi descargo argumenté que fueron coetáneos y que ambos  tuvieron intereses y estudios similares. Señalé que era importante propiciar un encuentro crucial que el destino evitó en su  momento de forma imperdonable. Les puse en antecedentes: Darwin por fin leería esa referencia a  un oscuro artículo de un monje aficionado a la botánica que hablaba de guisantes verdes y amarillos. Su aguda inteligencia no tardaría en captar que los estudios del tal Mendel eran exactamente la gran laguna que le faltaba a su teoría para ser completa. La fusión entre su prodigiosa capacidad de síntesis con la habilidad analítica del concienzudo experimentador haría compatible lo fijo con lo voluble, la herencia con la evolución. El ying y el yang. Entre los dos harían uno, el más grande.  
Se podrían encontrar en un punto intermedio entre Inglaterra y la República Checa, pongamos un vanguardista  instituto de Biotecnología  de una ciudad alemana.  Propuse darles el doble de tiempo que a los demás: el primer día para intercambiar ideas entre ellos (el privilegio de presenciar semejante espectáculo estaría reservado a unos pocos), y el segundo para que el investigador más eminente del Centro les enseñara las instalaciones y les hablase de cromosomas, mutaciones, células madre y diagnosis de enfermedades genéticas. Al terminar se les ofrecería una taza de té. Tras la deflagración que los devolviera respectivamente a la Abadía de Westminster y al cementerio central de Brno, se procedería al tratamiento del ADN obtenido de sendas cucharillas. De esta forma los futuros clones tendrían una prolongada y merecida oportunidad de charlar sobre la vida, un asunto cada vez más enrevesadamente apasionante.


Franz Ackermann



sábado, 14 de julio de 2018

Umbilical, ganador anual en La Microbiblioteca

Ilustración de Ina Hristova
 Umbilical 

Llegó sofocada. Pálida pero radiante. Me dijo que venía de casa de Laura. Que habían visto una peli comiendo palomitas hechas en el microondas. Que tendríamos que comprar maíz porque es muy guay ver las pelis como en el cine.
Bajé las gafas de leer por el tobogán de mi nariz y arqueé la ceja izquierda sobre la montura de pasta. Que qué tal me había ido el día, me soltó el perfil de su silueta mientras se esfumaba hacia su habitación.
Cerré el libro dejando mi mano atrapada por el cepo de papel. La boca acompañó a la ceja en su movimiento ascendente. Bien. Luego se derrumbó todo el conjunto. No pregunté nada. Desde la primera explicación no pedida, supe que ese día había sido la protagonista de alguna escena crucial en su propia película, romántica o de terror. Que iba a ser rebobinada mil veces. Y que yo no estaba invitada al primer pase.
Que quedaba inaugurado el tiempo del pudor, por su parte. La temporada de comer palomitas y morderme la lengua, por la mía.

Y que mi niña estaba perfectamente equipada para construir un afilado y reluciente cuchillo hecho de pretextos, disimulos y mentiras, con cuyo filo cortaría de forma implacable y definitiva el sanguinolento cordón.






Con este microrrelato he resultado ganadora del concurso de La Micobiblioteca del mes de abril ( el mes de mi cumpleaños y de la primavera!) en la categoría en castellano. Estoy feliz. 
Finalmente he ganado el premio anual en la categoría en castellano. Con un jurado de lujo formado por Ángel Olgoso, Julia Otxoa y Eduardo Berti. Los de Enveualta me han regalado la grabación del microrrelato, en la voz de Maribel Gutiérrez, la ganadora de la categoría en catalán. ¡Gracias!
Aquí la crónica del evento de la entrega de premios


Con Maribel Gutierrez al fondo, ganadora del primer premio en catalán


domingo, 10 de junio de 2018

Piedad

Chocolatinas y almanaques. Dos de los elementos que regresan desde el pasado con la contundencia de una cerilla que se prende.  Un intento de revivir el tacto y el sabor de esa época.  Un deseo ensimismado de regodearme en esa nostalgia. Una obsesión creciente por hablar con Piedad, la principal testigo de todo aquello. La única, ahora que los padres ya no están. Y un ponerse manos a la obra para modelar el paisaje en esa dirección.


 Vidi y sus hermanas se marcharon a trabajar a Suiza a finales de la década de los 60, cuando yo era una niña.  Solo él regresó más adelante. En aquella época volvía cada año por Navidad para ver a su novia, y nos traía chocolatinas y almanaques de adviento con motivos nevados y rojos. Si reseguías con el extremo de una tijera roma las líneas punteadas de las ventanitas, una al día durante un mes, se revelaban sorpresas en miniatura que iluminaban aquella salita de color gris verdoso.  Una vez nos regaló un reloj de cuco que todavía colgaba de la pared cuando papá murió y desmantelamos el piso. Vidi era el diminutivo de su apellido, Vidiella, y a fuerza de usarlo nos parecía natural y apropiado. Creo que no sabíamos que se llamaba José.
-Era el amor de mi vida-me ha repetido Piedad varias veces al hablar de él.
Y aquí estoy, conversando con una mujer de 71 años que me sonríe con todo su cuerpo a pesar de tener una cadera recién operada. Aunque por momentos me parezca algo irreal e improbable,  estoy sentada frente a la misma persona que entró con catorce años a trabajar en mi casa como “muchacha”.  Vivió con nosotros hasta que se casó con Vidi a los veinte.  Más adelante continuó vinculada a la familia de forma esporádica. De alguna forma siempre estuvo allí.  Nos cuidó a las tres  -llegó con el nacimiento de mi hermana mediana- y según sus palabras aprendió de mi madre “todo lo que se tiene que saber para llevar una casa”. Contra todo pronóstico – se mudó a otra ciudad hace muchos años-  la he localizado y hemos podido concertar un encuentro.
Un autobús, dos trenes y un pequeño paseo desde la estación me han depositado en su comedor luminoso y pulcro. Piedad me regala su tiempo, sus carcajadas y unas fotografías que acaba de arrancar de un viejo álbum, que consiguen alegrarme y entristecerme a la vez.  Escenas que ella vivió con más consciencia que yo. Mi madre asomando tras la puerta en el momento en que  descubro mi muñeca el día de reyes,  ella dándole la papilla a mi hermana mientras yo las observo con gesto melancólico, echándome confeti por la cabeza  en alguna fiesta popular acompañada de su hermana y los tres niños que cuidaba, en el parque con otras niñeras, mi hermana enseñándole el ombligo…  De dónde habrá sacado esas fotos, me pregunto, le pregunto. Algunas las conocía, las hacía mi padre con su aparatosa cámara Rolleiflex, pero otras jamás las había visto. No consigue recordar el origen.  Después de mirarlas apoyo contra mi pecho el sobre blanco que atesora nuevos recuerdos para mi engañosa memoria construida con imágenes procedentes de  cajas y álbumes. Pero ahora quiero que hable la carne, no el papel. Y la miro, y me la imagino entonces, y le pregunto. Le pregunto básicamente cuatro cosas: cómo era mi casa, cómo eran mis padres, cómo era yo, y cómo era ella. Pretendo acceder a algo tan cercano y tan inalcanzable como la propia familia, como alguien desesperado por  ver la textura de la piel en las zonas donde la vista no alcanza. 



Lo que me cuenta no tiene ningún interés objetivo, en apariencia. Ningún glamour. Todas las pieles son parecidas. Todas las familias lo son, seguramente incluso las infelices. Pero quiero ver a la mía a través de sus ojos de niña huérfana, de su mirada luminosa y sencilla. Y justamente en ese narrar lo que parece trivial se deprende un ligero  temblor que a mí me atraviesa con la fuerza de una onda sísmica.






Me cuenta que su madre murió cuando ella era muy pequeña, allá en Granada. De miseria, me contesta cuando le pregunto. Me parece la respuesta de una poeta. El padre dejó a los mayores allí y se marchó lejos con las dos pequeñas: Piedad y Flor. Por resumir de manera indulgente: no resultó ser un buen padre. Tenía muy mal genio y bebía. Estaba deseando que las niñas crecieran para ponerlas a trabajar. Le pregunto, levemente avergonzada, si no le parece una barbaridad empezar a trabajar tan joven, insinuando que mis padres eran poco menos que maltratadores de niños. Y aquí constato cómo un mismo hecho se puede interpretar de distintas maneras. Ella suelta una carcajada, y me dice: pero cariño,  entonces las cosas eran diferentes, y para mí entrar a tu casa fue una bendición.  Me dice que al principio se emocionaba cuando oía la palabra mamá, cuando nos oía llamando a nuestra madre. Ella se imaginaba que era otra hija de la familia, y así lo vivió.  Yo suspiro, y retiro los cargos.  



Le relato los recuerdos que guardo en mi memoria sobre ella: su risa franca, sus ganas de vivir, cómo nos hacía cosquillas,  y que nos decía que mis padres habían ido “a buscar novio” cuando salían por la noche. También rememoro cómo más adelante, cuando ya estaba casada, íbamos algún fin de semana a su casa y jugábamos en aquella terraza enorme llena de macetas con plantas. Los domingos Vidi escuchaba el fútbol en la radio mientras ella recogía la cocina. Desde entonces el sonido del fútbol me produce una irremediable melancolía de domingo por la tarde. Recuerdo visitarla en la clínica cuando nació su primera hija. También que mi madre me explicó que su segundo hijo había nacido con un problema muy grave, y  había fallecido nada más nacer. Ella me lo confirma y me explica  que su doctor habló del posible desenlace con “mamá” y con Vidi. Ella no supo nada hasta el momento del parto. Mi madre buscó una segunda opinión y la acompañó durante el posparto. 
Creo recordar que una de las veces que mis padres se marcharon un fin de semana  organizó una pequeña fiesta con amigos y se trajo al novio a casa a dormir. Alguna vecina chismosa (probablemente la señora de Cienfuegos) avisó a mi madre, que le mostró su disgusto y le propinó una de esas charlas moralizantes que produce urticaria en el momento pero que deja poca huella. Vidi era la pareja natural de Piedad, no se entendía el uno sin el otro. Los ojos ligeramente achinados juntamente con su nariz aguileña daban un aire risueño a su rostro de pillo callejero. Nos traía exóticos regalitos suizos cada vez que regresaba a nuestra ciudad, y hacía chapuzas en nuestra casa mientras silbaba subido a una escalera.



Piedad me cuenta lo orgullosa que está de sus tres hijos y de sus nietos. Lo trabajadores que son y lo mucho que están pendientes de ella. Susana, la mayor sigue siendo tan dulce y discreta como yo la recordaba. Me habla de su hija mediana, Marta: una mujer brava y vital, que practica artes marciales de competición y que es capaz de romper ladrillos con un golpe de brazo; que ha trabajado en muchos oficios, entre otros como encofradora en algunas obras  con su padre. El chico trabaja también como albañil, está separado y tiene dos hijos. Todos los nietos han comido durante años en su casa -en la misma mesa donde ahora lo hacemos nosotras -  mientras los padres trabajaban. Ella ha sido una acogedora Madre Tierra para su familia. La niña que fui  -aquella cría larguirucha y feíta, según sus espontáneas palabras que tanto celebro haber escuchado-  tuvo la suerte de alimentarse  de esa solidez y esa carnalidad que ahora recupero en el puré vegetal y las berenjenas rellenas que me ha preparado. Calorías para el alma.

Vidi murió de repente a los 58 años. Aquella mañana se había escapado a visitar a su hijo a la obra. Estaba hablando con él en un pequeño descanso del trabajo y un infarto lo fulminó como si le hubiera atravesado un rayo. Aún recuerda con espanto la llamada. Y la distancia inalcanzable que había entre  su cuerpo cubierto por una tela oscura y ella,  cuando llegó y todavía no habían levantado el cadáver. Ella quería tocarlo, acariciarlo, sacudirlo para que volviera a la vida. Estaba convencida de que lo hubiera conseguido.  Pero la policía no permitió que se acercara. Y se abrió una grieta por la que se le escapaba el aire. Se instauró un desasosiego en su vida que no le permitió respirar ni dormir tranquila durante mucho tiempo. Menos mal que sus hijos la sacaron de esas arenas movedizas.  Ahora está mejor. Aun así, me asegura que no me puedo imaginar cómo lo echa en falta quince años después.


A la mañana siguiente recibo una llamada desde el móvil de Piedad. Me da los buenos días y me reta con voz sonriente: A ver si adivinas dónde estoyPues esta mañana  -continúa, sin  dejarme hacer ninguna conjetura- me he subido al autobús y me he venido al cementerio. Estoy aquí contándole a Vidi tu visita de ayer. Lo bien que nos lo pasamos.  Vengo muchos  fines de semana. Yo sola, sin mis hijos. Así se me pasa la mañana y le cuento mis cosas. Ya te dije que era el amor de mi vida. Y todavía lo es.



miércoles, 30 de mayo de 2018

Lo que contó la lechera

Johannes Vermeer


Berkeley, Gloucestershire, 3 de febrero de 1823

Me llamo Sarah Nelmes, vivo en Berkeley y desde que dejé la escuela he trabajado ordeñando vacas blossom. Nunca he sido muy guapa, pero tengo mejor aspecto que la mayoría de mis contemporáneos. Y no se debe precisamente a haber llevado una vida holgada, he bregado muy duro toda mi vida. Después de casi cuarenta años en la granja de los Pearce, ahora que por fin llegó el momento de retirarme, echo la vista atrás y veo mi vida como una fila de tareas sin interrupción. Pero todo el mundo sabe que las lecheras hemos sido siempre un modelo de belleza que ha inspirado a pintores y poetas. Una vez, hace muchos años, un pintor que vino desde Dursley quiso que posara para él. No pudo ser, mi marido no lo permitió. Ahora me arrepiento de no atesorar ese recuerdo de mi lejana juventud. La tersura de nuestro cutis era la envidia de las mujeres ricas que a veces visitaban nuestro condado viajando desde Bath, Cambridge o incluso desde Londres. Ninguna de nosotras muestra esas espantosas marcas que deforman el rostro de los que han sobrevivido a la viruela. Pero todo esto no es lo importante. Es solo un pretexto, una introducción para lo que realmente quiero explicar.
Quiero dejar constancia de que gracias al mejor hombre que ha dado esta tierra, al mejor médico de Inglaterra, el poder de esta terrible maldición es cada vez menor. Veintisiete años después de que yo le consultara sobre mis pupas de viruela vacuna, muchos habitantes de este pueblo y del resto del país han podido evitar esta atroz enfermedad. Y los protagonistas de semejante hazaña eran mis vecinos. James Phipps, que acaba de pronunciar un sentido parlamento en St. Mary’s Church, era en aquel entonces el hijo del jardinero del doctor Jenner. Tenía ocho años. Yo lo conocía porque a veces lo enviaban a buscar leche. Un chico pelirrojo y vivaracho. Fue inoculado, con el consentimiento de su padre, con el líquido de una pústula de mi mano derecha. Afortunadamente todo salió bien y cuando al cabo de unos días el doctor le inyectó la viruela no falleció, como algunos pronosticaban. Recuerdo cómo sonreía cuando vino a nuestra casa a anunciarnos el éxito de su tratamiento. Me confesó que todo había sido gracias a mí. A mi comentario. La seguridad que mostré al decirle que no padecía la viruela por haber pasado la enfermedad de las vacas previamente fue lo que le llevó a atar cabos, a relacionar la protección que proporcionaba la viruela vacuna sobre la terrible viruela humana. Lo que le animó a arriesgarse con el niño de los Phipps, y más tarde a comprometerse a inocular a todo el que quisiera.
Acabo de regresar del entierro del doctor Jenner. Todo el mundo honra hoy al hombre que yo conocí desde pequeña. Es un héroe, un benefactor mundial, hasta el punto que Napoleón accedió a liberar a los prisioneros de nuestro país ante su demanda, según cuentan.
Nadie me ha pedido que participara en el funeral. Es lógico: una mujer, una campesina como yo no posee ni la presencia ni el reconocimiento que requiere un acto tan solemne. Aunque pocos saben que gracias a los libros que él me dejó no soy tan inculta. No podía dejar de asistir a la ceremonia. La iglesia estaba llena. He permanecido de pie cerca de la puerta durante el servicio. He llorado la pérdida de mi querido médico con todo mi corazón. Y mientras observaba a los miembros de la comunidad y a las personalidades que han viajado hasta nuestra parroquia para despedir al ahora famosísimo doctor, en secreto me he felicitado por haber acudido a su consulta esa lejana mañana de 1796. Y me he alegrado de que gracias a aquella visita ya no se vean caras mordidas por la viruela entre las jóvenes de por aquí. Ahora todas tienen el cutis de una lechera.
También he decidido dejar por escrito mi testimonio, para que mis nietos lo lean cuando ya no esté. Y se sientan orgullosos de tener la misma sangre que Sarah Nelmes, la humilde ordeñadora que inspiró su mejor idea al más grande de los nuestros.


Este cuento está inspirado en el hallazgo crucial  ( y arriesgado) del doctor Edward Jenner: la vacunación. Uno de los tres pilares de la medicina, juntamente con la potabilización del agua y el descubrimiento de los antibióticos. Lo he presentado en la actual edición de Inspiraciencia y no ha pasado la primera selección, así que le hago un sitio a esta lechera tan especial en mi blog, que también está para eso. 



miércoles, 23 de mayo de 2018

Nunca jamás

The forgotten expectation  Mike Worrall


Y sueñas que regresas al instituto de tu adolescencia. Todo sigue tal como estaba entonces. Esa angustia por no saber cómo se hacen las láminas de Dibujo. Llevas mucho retraso en las entregas, te van a suspender. Pero ahora caes en la cuenta de que esta vez no estás allí como alumna, sino como profesora. De otra asignatura. El alivio dura el efímero instante de tomar aire antes de sumergirte de nuevo en ese pasillo viscoso por el que intentas avanzar. Con todas las láminas terminadas tras pasar la noche en vela, pero sin haberte preparado tu clase de Filosofía. 






Este microrrelato ha sido seleccionado en el último concurso de microrrelatos de Cuentos para el andén y ha sido publicado en el número 67 de esta revista. Estoy contenta de habitar el mismo edificio que Julia Otxoa, Angeles Sánchez Portero y Isabel Cañelles (tres escritoras a las que admiro mucho). Y de acompañar a los otros tres ganadores del reñido concurso: Iñigo Redondo, Jorge Aguiar y Jobany García. 
En éste link se puede leer el número 67 de la revista en formato issu. 

jueves, 19 de abril de 2018

El verdadero rostro



Fotografía de Cate Blanchet hecha por Annie Leibovitz. Tomada del blog de Esta noche te cuento


Tú no quieres ir. No crees en brebajes, sangrías o fórmulas mágicas. Nada te asusta más que entregarte con pasividad a una intromisión. Pero estás desesperada, y acudes a él. Después de someterte a sus rituales,  aquel que tienen en sus manos tu destino y tu dolor, quien conoce lo que tú solo adivinas,  te envía con una tarjetita y una recomendación a otro de su especie. Y resulta que en ese lugar, sin necesidad de recurrir a ninguna bola de cristal, te muestran tu futuro. Entretejido con tu presente y tu pasado. Descubres la imagen genuina de tu ser, sin caretas ni disfraces. Sonrisa encantadora o mueca absurda. Un retrato de tu esencia para toda la eternidad, con sus recovecos, sus abalorios y sus amalgamas. El oro y el  plomo de una vida, pura alquimia y metamorfosis.
Una vez vislumbrado tu verdadero rostro en la ortopantomografía que te solicitó el dentista, ya nada es igual.

Con este relato participo en la convocatoria actual de Esta noche te cuento, basada en esta fotografía

viernes, 6 de abril de 2018

Muñecas





¡Os tengo dicho que no les cortéis el pelo a las muñecas!
Ellas dos ya están escondidas en la habitación, aguantándose la risa, traviesas y cómplices. La pequeña con una sonrisa desdentada y con el pelo lleno de trasquilones allá donde antes ondeaba su melena color miel, tan alabada por todos. La mayor escondiendo las tijeras y pensando que aunque hubieran recogido mejor el baño igual las habría descubierto enseguida.
-Ya sabes, has sido tú con las tijeras de papel. Un trato es un trato. Y acuérdate de pedir perdón -le dice la hermana mayor a la pequeña, mientras sigue tramando la jugada.
 Ahora mamá tendrá que pedir hora en la peluquería para que “arreglen” el pelo a la tonta de su hermana. Ella demostrará que es una niña madura y transigente, pondrá  un instante los ojos en blanco y después se ofrecerá a acompañarlas.
Primero se fijará en cómo lo hace la peluquera: le bastará con observarla de reojo  para poder repetir el corte con la Nancy de su hermana. Un mes pidiéndoselo porfi porfi porfi ha sido suficiente. Le dejó  bien claro que es demasiado pequeña para usar las tijeras afiladas del costurero, mamá le reñiría. Ha ido dosificándole las esperanzas.  Al final ha accedido. Lo hará ella. Con una condición. Le ha costado lo suyo convencerla de que antes era necesario  practicar el estilo garçon con su melena.
Luego aprobará el resultado inclinando la cabeza con gesto convincente. Sonreirá al verla con el pelo tan cortito, eso le costará poco.
Y después le pedirá a la peluquera, con su mejor sonrisa de ángel, si le puede modelar unos tirabuzones bien marcados en su frondosa coleta de hermana mayor.


Fotografía de Vivian Mair 


miércoles, 21 de marzo de 2018

Mitad mujer, mitad mar



Remedios Varo 

La señora que ha compartido sauna conmigo en la piscina municipal me ha enseñado las cicatrices de sus once operaciones. La mía, de apendicitis, se ha encogido hasta casi desaparecer ante el mapa de carreteras que recorría su cuerpo. Al final me ha aclarado que es una enferma rara, de esas que los médicos no atinan cómo curar. Hace poco se perdió el crucero que le regaló su prima por culpa de una de las operaciones, le hacía tantísima ilusión…
Ahora, entre un ingreso y el siguiente se viene a la piscina. Se lo  recomendaron en el hospital. Y se encuentra muchísimo mejor, ya no le pica tanto ese eczema que le dibujaba escamas en la piel.  Además ha conocido a otras, ya no se siente sola. Sus compañeras de Aquagym y ella, como viejas sirenas, subliman su  añoranza de salitre y tempestades en este tanque que apesta a cloro. Las olas las fabrican ellas mismas con sus chapoteos científicamente guiados por ese monitor tan buen mozo.
Y como ya no pueden cantarles a los marinos incautos desde las ventanas, charlan entre ellas y despotrican alborozadas de sus maridos, que las esperan en casa  varados frente al televisor.


Con este microrrelato participo en la actual convocatoria de Esta noche te cuento, concretamente aquí
Fotografía de René Maltête, propuesta por Esta noche te cuento para esta convocatoria.


jueves, 15 de marzo de 2018

Urgencia




La ilustración es de David Berkvam, robada del blog de la Microbiblioteca



En la pecera las horas transcurren  verdosas y lentas. Nos miramos, sin párpados, e intentamos  hacer de la respiración un arte. Con el oxígeno trasvasado desde las branquias modelamos burbujas tornasoladas, que proyectamos con los labios hacia el aire enrarecido de la sala. Algunas son esféricas y livianas como un suspiro, otras tienen la angulosa geometría de la preocupación. Pueden crear inesperadas turbulencias pero acaban fluyendo en mansas láminas.
Pescan a razón de un ejemplar por hora, ¿seré yo el siguiente? nos oímos pensar. Una vez en el cedazo, unos sinuosos conductos te llevan a otro compartimento: triaje, radiaciones, o una pecera menor. Eres observado por expertos en partes invisibles. Luego regresas al tanque principal, a continuar respirando tiempo y agua. De camino ves a otros que boquean, con las escamas secas, al borde del acuario. Tú no quisieras acabar así, pero sabes que no puedes elegir. 
Por fin sales del Hospital, ese universo viscoso en el que has tenido que ser pez. El aire penetra en tus pulmones ligero y frío. Dilatas los sacos aéreos para perder densidad. Inspiras y tomas impulso, persuadiéndote una vez más de que eres pájaro y sabes volar. 



Con este micro he quedado finalista en el concurso de la Microbiblioteca del mes de Febrero, aquí junto con Mei Moran, José Manuel Dorrego, David Vivancos y Lola Sanabria, a quienes felicito desde aquí. Estoy  feliz de haberme podido colar otra vez en esta biblioteca tan especial  y de compartir acuario con estos peces tan exóticos y delicados.