Ilustración : Laurent Cherere
Los veranos eran redondos en la casa cuadrada.
El adjetivo usado para describir los largos veraneos es una metáfora, claro, pero es que para Matilde aquellos veranos de su infancia tenían la cualidad de lo completo, de lo que se cierra sobre sí mismo y no necesita de otras cosas -como ocurría con los restantes meses de curso escolar- para tener significado. En aquella época los acontecimientos se situaban contando el número de veranos que hacía desde que Matilde había celebrado su primera comunión. Veranos largos y densos frente a los triviales y anodinos inviernos, de los que no guarda apenas recuerdos.
La casa que los señores Cienfuegos alquilaron durante varios años para pasar los meses sin colegio con sus tres hijas era como una caja de cartón. Un cubo que tenía las tres dimensiones del mismo tamaño. Muy diferente de las casas que las solían dibujar cuando la creatividad innata de los primeros años dejó paso al dibujo estándar de niñas de colegio de monjas: casas con tejado rojo inclinado en doble vertiente como un flequillo separado por la raya en medio, con ventanas mirando al frente, chimenea, árbol y caminito ondulado que salía desde la misma puerta marrón. Tampoco era como los palacios de los cuentos, no.
La casa cuadrada de los veranos redondos era un canto a lo simple, al ángulo recto, a la ausencia de adornos. Por no tener no tenía ni recibidor. Si se entraba en la casa desde el destartalado patio lleno de bicicletas y de perros, el comedor hacía a su vez funciones de distribuidor hacia las cinco habitaciones que lo rodeaban. La mesa rectangular en medio del comedor era una veleta que señalaba el norte si querías acceder a la cocina o al baño, al este para las habitaciones de las niñas y al oeste para la habitación de matrimonio, la más grande y también cuadrada, como la cama que había en ella.
Matilde intenta traer a la memoria las sensaciones de esos veranos para escribir un relato -o quizás es al revés, escribe el relato para recuperar esas sensaciones- y recuerda la puerta de esa casa, con su escalón de piedra imitando al granito, como la frontera entre el orden y la asepsia del interior y la vida llena de olores y de movimiento de afuera.
A la casa se iba a comer, a recoger el bocadillo de tortilla con sobrasada que su madre les preparaba cada noche, y a dormir en sábanas frescas con aquellos camisones blancos de algodón que hacían frufrú.
Afuera estaban los árboles, los caminos, las balsas llenas de algas y de renacuajos, y la pandilla con la que vivía aventuras en otras casas: las casas abandonadas llenas de secretos que se empeñaba en revelar. También estaban los cipreses recortando el cielo, los higos maduros y, por las noches, las luciérnagas dibujando caminitos en el suelo.
Matilde chupa el capuchón de su bolígrafo en un gesto a la vez infantil y reflexivo, se apoya contra el respaldo de la silla mientras se pregunta cómo es que ahora - que sitúa los acontecimientos en número de décadas que hace desde que tomó su primera comunión- la aventura está en el interior de la casa, en la mesa de su comedor, desde donde intenta recuperar esos enormes cielos de caramelo de sus veranos grávidos como una fruta madura , y no en el exterior amenazante de ángulos y de esquinas obstinadas como las del interior de la casa cuadrada.