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sábado, 9 de abril de 2016

La que no encuentra refugio

Fotografía hecha por Sara Castellví 


    
    Acepté empezar con una guardia nocturna la misma tarde en que llegué, aunque hubiera necesitado descansar. Las tareas de vigilancia no demandan mucha adrenalina, pero sí resistencia al sueño. Y yo había viajado durante todo el día, y la noche anterior apenas había dormido. Me uní a los otros de ese turno. La humedad gélida y las luces de color ámbar convertían el escenario que teníamos enfrente en una visión improbable, en una mala pesadilla. Un chico rondaba el coche donde nos guarecíamos del frío a la entrada del campo. Con su piel cetrina y un brillo metálico en sus ojos nos saludaba tímidamente y nos sonreía.  Tenía 17 años, nos contó, había llegado hasta allí solo, desde la parte kurda de Siria. Enseguida nos dimos cuenta de que mendigaba compañía y la posibilidad de que alguien le dejara un móvil durante un rato para entrar en su Facebook. Los demás jóvenes tenían móvil. Al día siguiente vi un póster de Justin Bieber en una de las tiendas. Estos detalles paradójicos son los que más me impresionaron. Estuvimos charlando con él pero no le dejamos el móvil.  
     Apurando hasta el último momento, a las nueve empezaban a regresar los primeros grupos de personas en su intento diario de colarse en un camión en Calais para llegar hasta Inglaterra.  En la autopista los coches no paraban y nos teníamos que interponer entre ellos y los grupos de refugiados como una barrera humana para impedir atropellos y que así pudieran pasar con sus bolsas, los cochecitos, los niños  y toda la esperanza renovada en cada jornada. Llevo clavados en la memoria los gestos despectivos de algunos conductores.
    La determinación de las familias a la ida y la decepción a la vuelta en ese viaje diario. Andar y desandar, tejer y destejer. Era su único objetivo allí. Durante el día tensaban el arco de sus expectativas y por la tarde finalizaban un viaje heroico de ida y vuelta hacia una Itaca brumosa, ya casi irreal. Recuerdo la mirada  aturdida de muchos adultos que, tras varios meses allí, dormitaban durante todo el día y no eran capaces ni siquiera de recoger los residuos que generaban. Necesitaban acumular toda la indolencia posible durante el día para ponerse en marcha cada tarde.

   Después de una semana jugando con niños, ordenando material,  ayudando con la comida, conviviendo con otros voluntarios, regresé vía París de vuelta hacia mi casa. Mi amiga y yo visitamos la ciudad. Lo típico: la torre Eiffel, el Louvre, los puentes. Me pareció un atrezzo de cartón-piedra. De repente la palabra turismo estaba hueca, no tenía sentido. Al día siguiente tomamos otro autocar para regresar a nuestra ciudad, a nuestras vidas; conforme me acercaba a mi familia, a la universidad, a mi particular refugio… se iba instalando en mi interior algo parecido a la intemperie, y no podía sino recordar la pintada que había en uno de los barracones del campo: Welcome to reality.


















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