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domingo, 3 de abril de 2016

"Viaje de ida y vuelta" en Cuentos para el andén


Fotografía tomada en Dresden durante el interrail por centroeuropa que gané con este relato ( 2011) 


La ventanilla de un tren a punto de salir es un observatorio privilegiado para saber en qué consiste despedirse. Si quisiéramos tener una visión global del asunto de los apegos humanos y escuchar el genuino sonido del velcro de nuestras relaciones (pegándose y despegándose) tendríamos que completar el trabajo de campo con una visita a una terminal de llegada de vuelos de un aeropuerto, con sus pancartas de bienvenida, abrazos exagerados y empalagosos grititos. Pero, como ocurre con la tristeza y la alegría en la música —cuánto mejor un bolero que la canción del verano—, da mucho más juego el desgarro de una separación que un recibimiento rebosante de azúcar.
Es por eso que cuando, el otro día, vi a esa pareja despidiéndose en la estación del Norte como si estuvieran cantando un bolero, apoyé el codo en la ventanilla y me dispuse a disfrutar del espectáculo, rezando para que ese día el tren también saliera con retraso.
Ella era joven, aunque no demasiado. Estaba en esa edad en la que, en la época de mis padres, todas las mujeres ya tenían hijos, mientras que ahora viven una interminable prórroga de la adolescencia. Él, en cambio, se situaba en esa incipiente madurez que tan seductores nos vuelve a los hombres. ¿Quizás fuera su profesor? Probablemente, pues ella llevaba una carpeta.
El abrazo era contundente y profundo. Había algo de violencia contra el destino de separarse que le daba un toque de desesperación muy atractivo para un voyeur tan fantasioso como yo.
Por los altavoces anunciaron la salida del tren. El velcro se resistía a despegarse. ¿Quién de los dos subiría al tren? El último encaje de sus cuerpos derivó en un acrobático enlace de brazos y acabó en una caricia que él deslizó con tristeza por el rostro de la chica. Cuídate, cuídate —me pareció descifrar de la lectura de sus labios.
Ella subió a mi vagón. Avanzó con gesto lento, concentrado. Ligera, como si levitase unos milímetros por encima del suelo del pasillo. El azar la depositó en el asiento vacío frente al mío, dándome la oportunidad de observar -con la cautela que requiere el voyerismo más sofisticado- cómo iba mudando su rostro tras el desgarro del velcro, cómo se iniciaba la cicatrización.
El tren comenzó a moverse. Ella se aferraba a la carpeta y al bolso. Su mirada no apuntaba a ningún objeto del exterior, flotaba en el aire sin tratar de captar nada, sin tratar de comprender lo que veía. Una mirada acurrucada sobre sí misma como un perro que duerme. Llevábamos media hora de trayecto y yo estaba a punto de estallar de éxtasis por tener el privilegio de asistir en directo a la visión de un volcán en aparente calma, pero que emite ondas que avisan a los sismógrafos de su actividad. Entonces, abrió el bolso. Sacó una toallita húmeda, que se pasó por las mejillas. Después cogió su móvil, marcó un número que tenía archivado, tragó saliva y cuando contestaron al otro lado dijo:
—¿Cómo va, cariño? Ya estoy llegando a la estación. Sí, sí. Espérame para el baño del niño, ¿vale? Un beso.



Este relato de Hormonautas ha sido publicado en el número 45  de Cuentos para el andén


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